martes, 5 de marzo de 2013

Un nuevo Papa para una Iglesia del siglo XXI

La renuncia de Benedicto XVI se puede considerar un primer importante paso adelante en la institución. La religión católica y sus representantes conservan un impacto notable en la sociedad mundial. Por el bien de los creyentes, y de los que no creemos, en El Vaticano debe entrar aire fresco y, sobre todo, nuevas formas e ideas. La Iglesia católica no ha evolucionado desde los tiempos del Concilio Vaticano II, y entonces ya caminaba muy por detrás de los ciudadanos a los que se dirige.

 
Soy agnóstico. Considero que carezco de la capacidad suficiente para explicar el origen de la vida. No creo en Dios. Pero tampoco descarto la existencia de algo trascendental que se encuentre por encima de mi entendimiento. Sinceramente, considero que casi nadie en esta vida tiene la respuesta a este acertijo. La existencia o inexistencia de Dios trasciende nuestro raciocinio. 


Como la mayoría de españoles, me han educado en la religión católica. Otra cosa es que yo sea católico, que no es así. De cualquier manera, no me molesta que haya gente creyente. Me parece que es una decisión muy personal. No oculto esa realidad. Mi agnosticismo no conlleva que niegue la importancia de la religión en amplios sectores de la sociedad.

Aunque para mí El Vaticano no sea más que un Estado muy particular, admito que tiene un poder moral y político muy notable. Por ello, a pesar de mi agnosticismo, deseo que la Iglesia católica aproveche la renuncia de Benedicto XVI para acometer una modernización que lleva dilatando desde hace décadas. Para el mundo, sería un paso adelante. La histórica renuncia de Joseph Ratzinger es un buen punto de partida.

Seis siglos después, un Papa abandona el cargo de forma voluntaria sin esperar a que su deterioro físico llegue hasta sus últimos días como obispo de Roma. La imagen de Juan Pablo II, con una larga e innecesaria agonía, era impropia de los tiempos que vivimos. El Papa polaco, con una enorme capacidad para movilizar masas y para conectar con el pueblo, dirigió durante muchos años la iglesia católica pese a su mala salud. El martirio de Karol Wojtyla significó, en cambio, un grave error en la modernización de El Vaticano.

La iglesia católica es una institución anquilosada que se jacta de serlo pero que convive en una sociedad en constante cambio. A quienes nos consideramos agnósticos, ni les cuento a los que directamente se definen como ateos, nos cuesta entender esa resistencia a adaptarse al transcurrir de los años. A fin de cuentas, dudo mucho que el mensaje que defiende ahora El Vaticano sea el mismo que difundía San Pedro hace dos mil años.

Por cuestiones de edad, no he conocido las misas en latín y de espaldas a los feligreses. Algo tan acrónico que en Roma se dieron cuenta. La Iglesia cambió gracias al Concilio Vaticano II. Hizo un esfuerzo, aunque pequeño, para adaptarse a la sociedad de mediados del siglo XX. La elección de un nuevo Pontífice debe ser la ocasión ideal para que la Iglesia católica vuelva a moverse. La sociedad a la que se dirige ha cambiado mucho desde los años del Concilio Vaticano II. Un nuevo, y más joven, Papa debe liderar esa adaptación al siglo XXI.

Como persona agnóstica, me importa muy poco que las iglesias se vacíen o que las vocaciones religiosas disminuyan, pero asumo la importancia de la religión en la vida de muchas personas y su importante peso moral y político. Por ello, quiero un catolicismo más abierto, más del siglo XXI. Mientras la iglesia no desaparezca, como debería suceder, de la esfera pública, hay que promover una modernización de una institución que rige directa o indirectamente la manera de pensar y actuar de millones de ciudadanos en todo el planeta. Necesitamos una transición de la religión hacia la privacidad de cada uno. Un proceso ineludible que debe comenzar en El Vaticano. El nuevo Obispo de Roma tiene todo el derecho del mundo a continuar siendo un referente moral. Pero solo eso, un referente moral.

Creo que Ratzinger, que llegó a Papa como un personaje oscuro como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ha dado pasos adelantes. No podemos esperar que la Iglesia católica cambie por completo en ocho años, la duración de su papado. Pero Benedicto XVI, menos extrovertido que su predecesor, no ha sido un Pontífice de transición y ha pedido perdón por gravísimos errores de El Vaticano. Una conducta que la Iglesia insta a sus feligreses, pero que rara vez predica con el ejemplo. Ratzinger no ha sido un Papa protector contra los curas pederastas. Mientras Juan Pablo II ocultaba los casos de abusos, Benedicto XVI los ha admitido y condenado.

En abril de 2008, en un viaje a Estados Unidos, país donde se han conocido muchas denuncias de pederastia en el seno de la Iglesia católica, el Papa aseguró que “excluiremos rigurosamente a los pederastas del sagrado ministerio. Es absolutamente incompatible. Quien es realmente culpable de pederastia, no puede ser sacerdote”. Ese mismo año, en las Jornadas de la Juventud celebradas en Sydney, aseguró que “las víctimas deben recibir compasión y cuidado, y los responsables deben llevarse a la justicia”. En marzo de 2010, reprendió con rotundidad en una misiva a los obispos irlandeses: "Algunos habéis fallado gravemente a la hora de aplicar las normas canónicas sobre los delitos de abusos de niños”.

No creo que Benedicto XVI haya sido un Papa magnánimo con los pederastas que pululan con excesiva alegría, y hasta hace muy poco con excesiva libertad y consideración, en la Iglesia católica. Otra cosa es que contara en la Curia romana con el apoyo suficiente para castigar los casos de abusos sexuales. Un estigma que el catolicismo tendrá sobre su cabeza durante décadas.

Simbólica fue también la visita de Benedicto XVI, un Papa alemán, al campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. "Solo se puede guardar silencio, un silencio que es un grito hacia a Dios: ¿Por qué, Señor, permaneciste callado?, ¿cómo pudiste tolerar todo esto?”, clamó Joseph Ratzinger.

La Iglesia católica se mueve muy lento. Sus avances no se acompasan con el progreso de los tiempos, pero el Pontificado de Benedicto XVI ha sido un importante punto de inflexión. No ha tenido apoyos, y el escándalo Vatileaks, con la filtración de papeles secretos de El Vaticano, ha acabado con las ganas de un Papa anciano y sin fuerzas.

En los últimos días, Ratzinger no se ha mordido la lengua. Así, ha asegurado que hace falta “una verdadera renovación de la Iglesia” y ha añadido que “la Iglesia no es una estructura. Son todos los cristianos, no un grupo que se declara Iglesia”. “Muchos están listos a rasgarse las vestiduras frente a escándalos e injusticias, naturalmente cometidos por otros, pero pocos parecen dispuestos a actuar en su propio corazón”, ha sido otra de las cargas verbales de profundidad del Pontífice.

¿Cómo estará la Iglesia católica para que en la curia hayan forzado la renuncia de Ratzinger, que no tenía, precisamente, la aureola de renovador? El nuevo Papa tendrá que hacer los deberes que tiene pendientes la institución religiosa desde hace décadas. La Iglesia católica tendrá que decidir si quiere entrar en el siglo XXI. La Iglesia católica, como referente moral de primer grado en el mundo, debe modernizarse, debe abandonar la esfera política, debatir con seriedad aspectos asumidos por amplios sectores de la sociedad como el aborto, la eutanasia, la homosexualidad, los anticonceptivos o la igualdad de sexos.

Es, sin duda, la institución actual más poderosa en comparación con su grado de opacidad, su resistencia a los cambios, su carácter ultraconservador y a contracorriente de los tiempos y su influencia en cientos de millones de ciudadanos. La Iglesia católica no elabora leyes, pero sí marca unas pautas que pesan casi tanto como las anteriores. El nuevo Papa debe liderar esos imprescindibles cambios porque una Iglesia católica anclada en el pasado afecta incluso a la vida de los que no creemos.

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