lunes, 25 de febrero de 2013

La monarquía no es una buena marca España

El escándalo Urdangarin ha difuminado la credibilidad que conservaba la Casa Real en determinados sectores de la población española. Los problemas de salud del Rey y la indignante cacería de Bostwana tampoco han ayudado. En el extranjero, la imagen de Juan Carlos I se debilita. Y en España, muchos ciudadanos claman por cambiar el modelo de Estado. Casi tres décadas después del adiós de la dictadura franquista, crece y crece la demanda de una consulta sobre la permanencia de la monarquía. En La Moncloa y en los dos principales partidos políticos, aterrados por los cambios, se multiplican los movimientos para proteger un sistema caduco que muchos españoles, por edad, no apoyamos en el referéndum de 1978 y que no es inamovible. La monarquía no es eterna.
 
‘A royal mess in Spain’. ‘Un lío real en España’. La monarquía española no es la respetada institución que nos venden los adeptos a la Casa Real. Un reciente reportaje de ‘The New York Times’, con motivo de la segunda declaración del Duque de Palma por el caso Nóos, así lo confirma. Con el título ‘A royal mess’ en la portada de la edición mundial del diario más influyente del planeta, que se edita con el nombre de ‘The International Herald Tribune’, se demuestra el deterioro nacional e internacional de la figura de Don Juan Carlos I y del conjunto de la institución.



“With a multitude of graft cases undermining Spaniards’ faith in just about every institution of government, an intensifying investigation aimed at Mr. Urdangarin has placed the palace under siege as well” (“Con una multitud de casos de corrupción que socavan la fe de los españoles alrededor de cada institución de gobierno, una intensiva investigación dirigida al señor Urdangarín ha afectado también el Palacio”) El caso Urdangarin no está sentando nada bien a la monarquía española, uno de los pesos pesados de la marca España, según sus defensores.

El artículo 1.3 de la Constitución establece que “la forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria”. La Carta Maga dedica todo un Título, el segundo, a la Corona. El 87,78% de los españoles que votaron en el referéndum del 6 de diciembre de 1978 avalaron la Constitución, incluida la monarquía parlamentaria. En total, 15,7 millones de ciudadanos. Han pasado casi tres décadas. Muchos españoles no hemos tenido ocasión de decidir esta forma de gobierno. En realidad, nadie lo ha tenido. La monarquía parlamentaria vino incluida en el pack completo de la Constitución. Un rechazo a la Carta Magna significaba crear inestabilidad a la frágil transición. Como resultado, muchos españoles aceptaron la monarquía como mal menor. La izquierda española, republicana en sus raíces, aceptó a Juan Carlos I para convencer a los herederos del franquismo de apostar por la democracia.


36 años de dictadura no eran sencillos de superar. La transición resultó ante todo un consenso de todas las fuerzas políticas. Todas aparcaron alguna demanda para llegar a un acuerdo general de mínimos. La Constitución de 1978 no puede, por tanto, entenderse como algo inamovible. Resultó un vital instrumento para consolidar la reinstauración de la democracia en España, pero no es un texto inamovible. En diciembre de 1978, no era quizás el momento adecuado para pronunciarse a favor de la Monarquía o de la República. Ahora, sí.
 
En primer lugar, porque muchos españoles no votamos entonces. En el mejor de los casos, los que votaron en ese referéndum de 1978 tienen un mínimo de 53 años. Actualmente, casi 25 millones de residentes en España en edad de votar no tuvimos la ocasión de participar en aquella consulta. El sí a la Constitución arrasó en las urnas. Pero la participación no fue abrumadora, un 58,97%. Prácticamente, nueve millones de ciudadanos con derecho al voto no se pronunciaron. Esa Constitución de mínimos, ideada para pilotar la transición española y los primeros años de la democracia, sigue en vigor. Casi sin cambios, más allá de la reciente modificación acordada por PP y PSOE estableciendo en el artículo 135 el principio de estabilidad presupuestaria y del sufragio pasivo de los extranjeros en las elecciones municipales, aprobado en 1992. La Carta Magna necesita un lavado de cara, un texto que responda a una democracia asentada. España, entre otras cuestiones, necesita preguntar a sus ciudadanos si quiere seguir siendo una monarquía parlamentaria o apuesta por otra forma de Estado.

 
Junto a esa deslegitimación ciudadana y a ese carácter casi predemocrático de la Carta Magna, está el escándalo Urdangarin. La Casa Real no guarda un grato recuerdo de Jaume Matas, expresidente del Gobierno de Illes Balears. En medio del corrupto lodazal del Ejecutivo de Matas, apareció la investigación sobre los sobrecostes del Palma Arena. Un pabellón multidisciplinar que triplicó su presupuesto inicial llegando hasta 110 millones de euros. Una salvajada que no pasó desapercibida para el juez José Castro. El desfase presupuestario del Palma Arena fue el hilo del que tirar para conocer más prácticas dudosas del Govern balear. En esa investigación, surge el caso Nóos, caso Urdangarin en la calle. Con el Duque de Palma al frente y su socio Diego Torres como cómplice, el Instituto Nóos se transforma en una máquina de devorar dinero público. ¿Quién sabe si se hubieran conocido los negocios del marido de la Infanta Cristina si el Gobierno de Matas no hubiera acabado en los tribunales?

Para una parte importante de la sociedad española, los negocios de Iñaki Urdangarin con los gobiernos de la Comunitat Valenciana e Illers Balears, además de con el Ayuntamiento de Madrid, entre otros organismos, son inadmisibles. El Duque de Palma cobraba ingentes cantidades de dinero público de justificación dudosa. Dos veces ha desfilado Iñaki Urdangarin por los juzgados de Palma para responder sobre las actividades de Nóos. La institución monárquica, anacrónica con los tiempos actuales, ha sufrido un lógico descrédito a cada paso de la investigación. La ausencia de la imputación de la Infanta Cristina no ha hecho más que acelerar la indignación ciudadana.

Por más que Urdangarin trate de salvaguardar a la Zarzuela de sus actuaciones, las dudas razonables son grandes entre los ciudadanos. Fuera de España, son conscientes de ello. Valga con ejemplo el reciente reportaje de The New York Times sobre la Casa Real: “The royal family has tried mightily to distance itself from the investigation. Officially, the palace has insisted that the king knew nothing about the foundation activities of Mr. Urdangarin, who has pledged to prove his innocence. It publicly maintains that Juan Carlos ordered his son-in-law to abandon the troubled foundation in 2006” (“La Familia Real ha intentado con fuerza alejarse de la investigación. Oficialmente, el Palacio ha insistido en que el Rey no sabía nada acerca de las actividades de la Fundación (Nóos) del señor Urdangarín, que se ha comprometido a demostrar su inocencia. Se mantiene públicamente que Juan Carlos ordenó a su yerno abandonar la problemática fundación en 2006”)

Prosigue el reportaje de The New York Times: “The e-mails do not indicate any wrongdoing by the king. But they have brought the scandal to the palace doorstep, further tarnishing a monarchy that has come under scrutiny as Spaniards suffer through an economic downturn and as corruption cases - including envelopes of cash handed out to top politicians-” (“Los correos electrónicos (emitidos por Torres al juez Castro) no indican ningún delito del Rey. Sin embargo, han traído el escándalo a las puertas del Palacio, además de empañar una monarquía que es objeto de escrutinio de los españoles que sufren la crisis económica y los casos de corrupción - incluyendo sobres de dinero en efectivo entregados a políticos de alto nivel”.

La monarquía española no es esa maravillosa embajadora, esa impecable tarjeta de visita de España como nación, que aseguran los monárquicos. El caso Urdangarin, la aparición de la corrupción en un yerno del mismo monarca, mancha a toda la Familia Real por mucho distanciamiento que se esté procurando desde Zarzuela. Sospechas hay muchas. Demasiadas. No está claro el papel de la Infanta Cristina, pocos creen que desconocía lo que hacía su marido, el Duque de Palma. No beneficia tampoco ver desfilar por los juzgados de Palma al secretario de las infantas, Carlos García Revenga. La monarquía española ha perdido su imagen de institución ‘blanca’. Y las dudas se agolpan. ¿Qué conocía el Rey sobre las actividades de Urdangarin en Nóos? Ese repentino cambio de residencia, de Barcelona a Washington, no cuadra. Tampoco lo hacen los bienes de los Duques de Palma. ¿A ningún miembro de la Familia Real, incluido el Rey y el Príncipe, no les extrañó que se compraran el palacete de Pedralbes valorado en seis millones de euros? Resuelta imposible de creer que en Zarzuela no conocieran el estado de las cuentas de los Duques de Palma, que reciben una asignación, a manos del mismo Rey, a cargo de los Presupuestos del Estado.

“La Casa de Su Majestad el Rey no opinó, asesoró, autorizó o avaló las actividades que yo desarrollaba en el Instituto Nóos”, declaró el pasado sábado Urdangarin al juez Castro. Una declaración oportuna, que surge una semana después de que la profusa documentación emitida por su exsocio, Diego Torres, al magistrado apunte lo contrario. Cada correo electrónico que se conoce en la prensa debilitan la figura del Duque de Palma, que por perder ha perdido ya hasta la avenida que junto con su mujer existía en la capital balear con su nombre. Pero debilita también directamente al conjunto de la monarquía española.

La vida de Juan Carlos I, no solo el caso Nóos, ha colaborado en el descrédito de la institución. 2012 ha sido un pésimo año para el monarca. Un Rey que incluso ha tenido que pedir perdón a sus ciudadanos por un inoportuno safari en Bostwana. Una cacería que únicamente se conoció por la lesión de Don Juan Carlos en la cadera derecha mientras mataba elefantes. Al mal ejemplo de asesinar animales salvajes, una práctica que en España desagrada a una amplia mayoría, se suma el orden de prioridades del monarca en un país cuyos ciudadanos sufren una crisis económica de dimensiones desconocidas. El Rey se marchó de safari. Y no era la primera vez, como se comprobó en fotos que salieron en días siguientes a la lesión del monarca en el exótico país africano de Bostwana.
 
La salud, en concreto la mala salud, de Don Juan Carlos I es un motivo más para el descrédito del monarca, que volverá a pasar por el quirófano el próximo 3 de marzo para operarse de una hernia discal. La imagen del monarca en los últimos meses es la de un hombre de 75 años con problemas de movilidad y aferrado al trono. En la Casa Real parecen entender la figura del Rey como un ministerio religioso al estilo del Papa: hasta el último aliento. Pero ni siquiera en El Vaticano, con la histórica dimisión de Benedicto XVI, Joseph Ratzinger, se actúa ya de esta manera tan medieval. La monarquía, desde luego, así no moderniza su imagen.
Don Juan Carlos, más allá de rumores, no quiere abdicar. Así lo expresó en la reciente entrevista concedida a TVE. Fue de lo poco interesante de aquel forzado y antinatural encuentro con Jesús Hermida. Todo un intento para mejorar la imagen de la Casa Real y, en especial, del Rey que supuso una decepción y un fracaso. Los asesores de imagen de Zarzuela deben entender que los tiempos han cambiado. Habría sido mejor estar callados que impulsar un amago de entrevista con preguntas vetadas sobre, por ejemplo, el caso Iñaki Urdangarin. Es como si Rajoy concertara una entrevista e impidiera que le preguntaran sobre la crisis o sobre Bárcenas. Claro que para hacer eso ya tiene el Debate sobre el Estado de la Nación. ¿Verdad, Mariano?

Fuera de España, el Rey gozaba hasta no hace demasiado tiempo de una imagen positiva como defensor de la democracia gracias a su papel en el 23-F. Muchos en España, por cuestiones de edad, o éramos muy pequeños o no habíamos nacido, quizá no valoramos en su justa medida esa actuación del monarca. Fuera de nuestras fronteras, sí se ha hecho. Y siempre. Más que Adolfo Suárez, el efímero Calvo Sotelo o Felipe González, Juan Carlos I es quien se lleva las grandes palabras y méritos en la consolidación de la democracia en España.

Pero uno de los principales errores en Zarzuela ha sido actuar desde el 23-F como si todo estuviera hecho. La Familia Real ha disfrutado de un trato de favor muy evidente de los medios de comunicación españoles. Nunca se han conocido escándalos importantes, hasta el caso Nóos y el peculiar divorcio (cese temporal de la convivencia, según el eufemismo utilizado en Zarzuela) de la Infanta Elena y Jaime de Marichalar, porque tampoco se buscaban. La inviolabilidad del Rey, que no se extiende a toda su familia, como ahora se comprueba con Urdangarin, llegaba hasta el extremo de proteger su figura como cuestión de Estado. Don Juan Carlos era vendido como el responsable de que el golpe de Estado del 23-F fracasara y, además, como una persona campechana, cercana y agradable. Todo eran buenas palabras. Incluso España, un país sin demasiado pedigrí monárquico, la izquierda española es republicana, se convirtió mayoritariamente al ‘juancarlismo’.

Ahora es distinto. La monarquía española no ha sabido ganarse la confianza de la sociedad en medio de la mayor crisis económica de la historia moderna del país. La aparición de la corrupción en el seno de la misma Casa Real, con Iñaki Urdangarin, y una pusilánime respuesta desde Zarzuela han hecho el resto. La figura del Rey y, por extensión de la monarquía, ha caído en popularidad en España y en el resto del mundo. Ya no es nuestro mejor embajador. En la prensa de Estados Unidos, como en el mencionado reportaje de The New York Times, no se habla del monarca por su participación a la hora de parar el 23-F, sino por sus problemas físicos, su negativa a abdicar y, por encima de todo, la corrupción.

El enfado en la calle es evidente. Muchos millones de españoles que no votamos la Constitución de 1978, y muchos también que sí pudieron pronunciarse, creen que ha llegado el momento de repensar el modelo de Estado. La monarquía es un modelo de organización política obsoleto, innecesario y caduco, que nos traslada a épocas históricas muy superadas, a películas o a series de televisión. Exceptuando el casi excepcional caso de Isabel II, soberana del Reino Unido y de la antigua Commonwealth, los reyes han quedado en los libros de historia. Que en naciones como Dinamarca, Noruega, Países Bajos, Bélgica, Liechtenstein y el Principado de Mónaco aún exista la monarquía como forma de gobierno en territorio europeo, no impide que haya otros muchos países que sean sólidas repúblicas. Los españoles debemos decidir qué queremos ser. No solo nuestros políticos.

La raíz de todo es la inexistencia de un referéndum en el que se consulte al pueblo español qué forma de gobierno desea. España se despidió de la dictadura y se introdujo en una monarquía parlamentaria. ¿Por qué no una República parlamentaria? Sencillamente, esa decisión se hurtó a los ciudadanos, fue un acuerdo de los partidos políticos. Quizás sea el momento de consultar a la sociedad antes de que el creciente descrédito de la monarquía en España se transforme en un rechazo total en el extranjero. De momento, Don Juan Carlos ya no es una figura sin fisuras en la prensa internacional, ya no es un embajador intachable.

Partido Popular y Partido Socialista no han cesado en los últimos meses en arropar al monarca. Incluso la petición del PSC de abdicación de Don Juan Carlos en la persona del Príncipe de Asturias, que no supone una ruptura con la monarquía, sino simplemente un relevo, ha sido unánimemente censurada. PP y PSOE actúan como si la forma del Gobierno de España no fuera objeto posible de discusión. ¡Y luego se extrañan de su creciente rechazo entre los ciudadanos, en especial entre las generaciones menos veteranas! Al PSOE le sirve debatir sobre el modelo territorial, defender el federalismo como solución a las demandas de los nacionalismos periféricos. Nada de cuestionar la monarquía, aunque, al menos, ha apoyado su inclusión en la futura Ley de Transparencia. El PP, por su parte, se ofende ante la simple petición de cambiar la Constitución, por muy pequeño que sea el detalle. ¡Como para discutir sobre la permanencia de la monarquía! En Génova 13, tampoco se considera necesario que la Casa Real sea sometida a la Ley de Trasparencia. Una servil protección al oscurantismo de las cuentas y actividades de la Zarzuela que perjudican, más que benefician, a la institución.

Los dos principales partidos de España no escuchan el incuestionable deterioro de la imagen de la monarquía. Prefieren vivir anclados en los años de la transición antes que liderar a los españoles hacia el siglo XXI. Se puede, y se debe discutir sobre la necesidad de continuar con un monarca reinante, pero no gobernante. Fuera de España, al igual que en la sociedad española, su figura ha dejado de ser intocable. Todo es revisable. Y aún quedan muchas cosas por conocer y muchas dudas por resolver sobre el escándalo Urdangarin. Muchos preferimos ver solo a los reyes en los libros de Historia, en el cine o en series de televisión. España aún no ha decidido, 28 años después de la muerte del dictador, sobre si quiere o no una monarquía. En el resto del mundo, con el caso Nóos como bandera, parecen escuchar más atentamente a una demanda compartida por millones de españoles. Queremos expresarnos. Con la corrupción a las puertas del Palacio Real, ni siquiera ya Juan Carlos I es ese gran embajador nacional que fue en los años posteriores al 23-F. El trono se sigue heredando por sangre, pero se gana día a día. Y la monarquía española lo ha perdido hace tiempo. No solo Iñaki Urdangarin lo ha manchado. 'A great royal mess'.

 

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