¿Susto
o muerte? ¿Hillary Clinton o Donald Trump? ¿Donald Trump o
Hillary Clinton? Las
elecciones presidenciales de Estados Unidos obligan a elegir entre dos opciones
malas. Un fracaso de la democracia de la primera potencia del mundo. Y un
preocupante indicio de lo que puede pasar en los próximos cuatro años en la
Casa Blanca (y sus peligrosas e inciertas consecuencias en todo el mundo).
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Los Clinton, en la boda de los Trump en 2005. |
En el fondo, no es
que importe mucho.
Las elecciones
presidenciales de Estados Unidos celebrarán, con una semana de retraso, su
particular fiesta de Halloween, con sus propios monstruos.
¿Susto o muerte?
¿Hillary Clinton o Donald
Trump? ¿Donald Trump o Hillary Clinton?
Aquí, el orden de
los factores no altera la calidad del producto.
Los estadounidenses
decidirán entre lo malo y lo peor.
Elijan ustedes qué
es lo malo y qué es lo peor porque, a mí, me da mucha pereza.
Nunca unas
elecciones estadounidenses causaron más rechazo o, para ser más exactos,
más desilusión.
Elegir entre lo
malo y lo peor (porque el sistema electoral de la autodenominada primera
democracia del mundo castiga sobremanera a cualquier alternativa a republicanos
y demócratas) no parece el mejor camino para llegar a la Casa Blanca. Ni para
Estados Unidos, ni (que es lo que me importa y preocupa) para el resto del
mundo.
Ni Donald Trump, ni
Hillary Clinton serán un buen presidente.
Ese es el verdadero
problema.
Estados Unidos, en
su papel como primera potencia política, económica, militar y cultural, ha sido
incapaz de presentar dos buenos candidatos a la Casa Blanca.
Pase lo que pase,
las presidenciales de 2016 son ya un gran fracaso.
Aún más, Estados
Unidos fue incapaz de presentar una buena lista de candidatos en el largo
proceso de Primarias, más interesante que las mismas presidenciales. Y a la única esperanza que había, el senador por Vermont Bernie Sanders, un socialdemócrata a la
europea (cuando Europa se está quedando sin verdaderos socialdemócratas), se
encargaron de cortarle el camino.
No queda nada de la
ilusión que despertó hace ocho años Barack Obama, que conservó a medio gas
cuatro años después ante Romney. Tampoco el legado de Obama ha estado a la
altura de las altas expectativas creadas.
Y el mundo (aún)
necesita que su primera potencia funcione. Necesita su liderazgo, un sano liderazgo.
Tengo mis dudas con
Trump. Tengo mis dudas con Hillary.
Respeto la profesión
de payaso. El humor representa una de las mayores manifestaciones de
inteligencia. Hacer reír es mucho más difícil que hacer llorar, aparte de
saludable. Y aguantar a una marabunta de niños es digno de héroes.
Trump no un payaso.
No se merece tal honor.
El multimillonario
Donald Trump, con una fortuna personal valorada en 3.700 millones de dólares,
según Forbes, entra dentro de otra categoría: el charlatán.
Estados Unidos
siempre ha sido el reino de los charlatanes, ya fueran vendedores,
predicadores, guías espirituales, frikis o eso que llaman ahora ‘coach’.
Incluso en un país
tan particular como Estados Unidos, que ha tenido presidentes como un mediocre
antiguo actor (Reegan) o el hijo tonto y exalcohólico de un acaudalado familia
texana con negocios en el petróleo (Bush), ningún charlatán había estado antes
tan cerca del Despacho Oval.
Trump es muy
peligroso.
Su discurso
incendiario, lleno de provocaciones y excesos, no difiere mucho de las palabras
de un borracho, con bastantes copas de más, en una barra de bar y con ganas de
soltar la lengua hasta lamer el suelo.
Gente de este
perfil existe, desgraciadamente, en todo el mundo. El problema es que ha
llegado demasiado lejos, a un paso de la Casa Blanca, a un paso del ‘famoso botón
rojo’ para declarar la alerta mundial, a un paso de dirigir la primera potencia
del mundo.
Pero el problema no
es Trump en sí. El principal problema es el importante apoyo que recibe.
Con individuos de
este perfil, no importa tanto el número de detractores (altísimo), como de
seguidores (igualmente alto).
Ya cometió ese
error el Partido Republicano en las Primarias. Trump tumbó, uno a uno, a todos
los candidatos, desde los más ‘serios’, como Chris Christie, Rand Paul, Jeff
Bush, Marco Rubio, John Kasich y Ted Cruz, a los más estrafalarios, como Carly
Fiorina y Ben Carson.
Detrás de Trump hay
mucha gente.
Ese es el verdadero
problema.
Gane o pierda, el
mensaje queda. Existe un importante número de estadounidenses muy cómodos con
un discurso xenófobo extremo (con el famoso muro en la frontera con México que,
según Trump, pagaría el mismo Gobierno mexicano), de guante implacable con el
terrorismo yihadista y con connotaciones machistas.
Trump ha tirado de
exacerbación nacionalista con el lema ‘Make America Great Again’: orgullo
nacional en un país al que no hace falta mucho para estimularlo.
Que Trump haya
llegado tan lejos confirma algunas incómodas realidades en Estados Unidos, un
país socialmente más convulso de lo que Estados Unidos quiere reconocer.
Al menos, el hombre
medio blanco sin estudios, un grupo electoral cuantitativamente muy importante,
mantiene un latente racismo, ya no tan latente, en un país con una elevada
inmigración latina y con una numerosa comunidad afroamericana.
A Trump no le
importa perder el voto de las ‘minorías’.
A Trump no le
importa perder, de goleada, en las cosmopolitas California, Nueva York e Illinois
o en la progresista Massachusetts.
Trump va a por el
voto de esa otra América que aparece menos en las películas, pero que es tan
real como Manhattan o Hollywood. Una América que nunca vivió el sueño americano
o se despertó bruscamente de él hace tiempo y sin solución, como en los estados
desindustrializados del Rush Belt.
No conviene
desdeñar a un candidato a ser el hombre más poderoso del mundo, pese a
coleccionar escándalos sexuales (y se supone perder el voto femenino), y fardar
ante sus mismos electores en el mismo primer día de Primarias en Iowa:
“Tengo a la gente
más leal. ¿Alguna vez habéis visto algo así? Podría pararme en mitad de la
Quinta Avenida y disparar a gente y no perdería votantes”.
Gente dispuesta a
perdonar los excesos fiscales de Trump, que no pagó impuestos durante
dieciocho años tras una tramposa quiebra.
Cuidado con Trump y,
más aún, cuidado con lo que significa socialmente Trump. Cuidado con esa otra
América que nos hemos resistido a ver.
Nos equivocamos,
además, si pensamos que Trump es un caso aislado en el mundo. Supone la versión
más extrema de una tendencia peligrosa y a tener en cuenta: el resurgir de los
nacionalismos.
Lo vimos en el
Reino Unido con el Brexit. Lo vemos en la Europa del Este, con la xenófoba
respuesta a la crisis de los refugiados. Lo vemos en el auge de la ultraderecha
en el mismo corazón de la UE: Francia, Holanda, Dinamarca y hasta Alemania.
Solo así se puede
entender cómo es posible que un candidato tan extremo como Donald Trump pueda
ganar unas elecciones en Estados Unidos.
Bueno, también a
los desméritos de la candidata del Partido Demócrata: Hillary Clinton.
¡Qué mal lo tiene que
hacer el Partido Demócrata para no perpetuarse en la Casa Blanca!
Lo lleva pensando
desde hace muchos años.
La evolución
demográfica en Estados Unidos, con el crecimiento de las ‘minorías’, tiene sus incuestionables consecuencias
electorales.
La población
afroamericana siempre se ha sentido más cómoda con el Partido Demócrata. También la latina, más importante aún hoy, y ni digamos en el futuro inmediato.
Y, sin embargo,
Hillary Clinton, ante un charlatán como Trump que no cuenta ni con el apoyo
unánime de la dirección de su partido, no tiene asegurada la Casa Blanca.
¿Por qué?
Hillary Clinton es
una mala candidata.
Solo con un mal
candidato, el Partido Demócrata, que no controla la Cámara de Representantes y
el Senado, podría también perder la Casa Blanca.
Y Hillary Clinton
es una mala candidata.
Olvídense, por un
momento, de la polémica de los correos electrónicos en su etapa como Secretaria
de Estado en el primer Gobierno de Obama.
La crisis de los
emails, reabierta y cerrada por el FBI en los últimos días de la campaña
presidencial, no explica por completo los graves problemas de Hillary Clinton para volver, esta vez
como presidenta, a la Casa Blanca, donde permaneció ocho años (1993-2000), como
Primera Dama de su marido y presidente de Estados Unidos, Bill Clinton.
Hillary Clinton,
que cuenta con el abrumador apoyo de los medios de comunicación estadounidenses
y extranjeros y con el abrumador apoyo del ‘establishment’ estadounidense, se
ha limitado a observar el hundimiento de Trump mientras el magnate neoyorquino
se creaba problemas por su verborrea.
Pero Hillary
Clinton no ha hecho nada directamente por ganar las elecciones. Se ha limitado
a esperar los errores de Trump. Y, pese a ser muchos, puede no ser suficiente.
La imagen pública de
Hillary Clinton es tan mala como la imagen pública de Trump.
No es casual.
Le falta empatía.
Carece de carisma.
Pero, sobre todo,
le falta credibilidad.
El Partido
Demócrata ha afrontado muy mal las elecciones presidenciales de 2016. El fin
era (y es) redimir a Hillary Clinton, que fracasó hace ocho años en las
Primarias ante Obama cuando era la favorita.
Pero Hillary
Clinton no es Obama.
Carece de su
capacidad para generar ilusión. Veremos qué pasa con los votantes más jóvenes
que llevaron a la Casa Blanca a Obama, pero recelan de Hillary Clinton.
La carrera política
de Hillary Clinton no es tan brillante como venden.
Su papel como
Primera Dama quedó marcado, irremediablemente, por los líos de faldas de su
marido.
Y fue la reacción
al Caso Lewinsky, perdonando públicamente (Estados Unidos en un show) las infidelidades de Bill Clinton, lo que le abrió
paso en la política, con un primer destino muy cómodo: senadora por el
demócrata estado de Nueva York.
Y comenzaron sus
errores.
Hillary Clinton
defendió, en primera línea, las Guerras de Afganistán e Iraq.
Dos fracasos
históricos de la política internacional de Estados Unidos.
Lejos de desanimar
a Hillary Clinton, se postuló como candidata a la presidencia de Estados
Unidos. Algo que impidió, inesperadamente, Obama.
Recibió el premio
de consolación, de gran peso en la política estadounidense, de la Secretaría de
Estado.
Y volvió a fallar.
La Guerra de Siria
es un fantasma que perseguirá de por vida a Hillary Clinton. En su afán por
derrocar al dictador sirio pro-ruso Bashar al-Asad, terminó por armar al germen
del futuro Daesh.
Tampoco acertó con
la estrategia en la edulcorada Primavera Árabe. Hillary Clinton colaboró para
desestabilizar Libia y Egipto.
Ni que decir tiene
que los avances en Oriento Medio en el conflicto palestino-israelí fueron nulos,
a pesar de la beligerancia de Israel, al mismo tiempo que la peligrosa amistad con
los promotores del wahabismo, el régimen saudí, se fortaleció.
La hoja de
servicios de Hillary Clinton como Secretaria de Estado está repleta de errores
y fracasos.
Si Donald Trump
llega a la Casa Blanca con sus excesos, será responsabilidad exclusiva de
Hillary Clinton y quienes se han empeñado en hacerla presidenta a pesar de su
mediocridad.
Una docena de
Estados decidirán la presidencia: los dos tradicionales grandes ‘swing states’
(Ohio y Florida), otros tres habituales ‘swing states’ como Colorado, Iowa y
New Hampshire, dos estados republicanos con una gran comunidad latina (Nevada y
Arizona), un estado republicano con una importante comunidad afroamericana
(Carolina del Norte), un estado demócrata con alma independiente (Maine) y las
posibles sorpresas en el deprimido ‘rush belt’ demócrata de Pennsylvania,
Michigan y Wisconsin.
Hillary Clinton
parte con ventaja sobre Trump en las encuestas (que no quiere decir mucho vista
su cuestionable fiabilidad en todo el mundo: Brexit y referéndum del proceso de
paz en Colombia) y en el Colegio Electoral: 210 votos demócratas fijos (victorias en
California, Nueva York, Illinois, New Jersey, Washington, Massachusetts,
Minnesota, Maryland, Oregón, Connecticut, Nuevo México, Hawaii, Delaware, Vermont,
Rhode Island y Washington DC) y 180 votos republicanos casi fijos (Texas, Georgia,
Indiana, Tennessee, Missouri, Carolina del Sur, Alabama, Louisiana, Kentucky, Oklahoma,
Utah, Kansas, Mississippi, Arkansas, Nebraska, Virginia Occidental, Idaho, Montana,
Wyoming, Dakota del Norte, Dakota del Sur y Alaska).
Quedan, en teoría,
148 votos por adjudicar en doce estados.
La mayoría del
Colegio Electoral se ubica en 269 votos.
A Hillary Clinton
le faltan 59. A Trump, 89.
¿Emperatriz o
emperador?
¿Susto o muerte?
¿Hillary Clinton o Donald Trump? ¿Donald Trump o Hillary Clinton?
Elegir entre lo
malo y lo peor.
Eso es lo grave.
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