lunes, 7 de noviembre de 2016

¿Emperador o emperatriz en la Casa Blanca?

¿Susto o muerte? ¿Hillary Clinton o Donald Trump? ¿Donald Trump o Hillary Clinton? Las elecciones presidenciales de Estados Unidos obligan a elegir entre dos opciones malas. Un fracaso de la democracia de la primera potencia del mundo. Y un preocupante indicio de lo que puede pasar en los próximos cuatro años en la Casa Blanca (y sus peligrosas e inciertas consecuencias en todo el mundo).

Los Clinton, en la boda de los Trump en 2005.
En el fondo, no es que importe mucho.


Las elecciones presidenciales de Estados Unidos celebrarán, con una semana de retraso, su particular fiesta de Halloween, con sus propios monstruos.

¿Susto o muerte?

¿Hillary Clinton o Donald Trump? ¿Donald Trump o Hillary Clinton?

Aquí, el orden de los factores no altera la calidad del producto.

Los estadounidenses decidirán entre lo malo y lo peor.

Elijan ustedes qué es lo malo y qué es lo peor porque, a mí, me da mucha pereza.

Nunca unas elecciones estadounidenses causaron más rechazo o, para ser más exactos, más desilusión.

Elegir entre lo malo y lo peor (porque el sistema electoral de la autodenominada primera democracia del mundo castiga sobremanera a cualquier alternativa a republicanos y demócratas) no parece el mejor camino para llegar a la Casa Blanca. Ni para Estados Unidos, ni (que es lo que me importa y preocupa) para el resto del mundo.

Ni Donald Trump, ni Hillary Clinton serán un buen presidente.

Ese es el verdadero problema.

Estados Unidos, en su papel como primera potencia política, económica, militar y cultural, ha sido incapaz de presentar dos buenos candidatos a la Casa Blanca.

Pase lo que pase, las presidenciales de 2016 son ya un gran fracaso.

Aún más, Estados Unidos fue incapaz de presentar una buena lista de candidatos en el largo proceso de Primarias, más interesante que las mismas presidenciales. Y a la única esperanza que había, el senador por Vermont Bernie Sanders, un socialdemócrata a la europea (cuando Europa se está quedando sin verdaderos socialdemócratas), se encargaron de cortarle el camino.

No queda nada de la ilusión que despertó hace ocho años Barack Obama, que conservó a medio gas cuatro años después ante Romney. Tampoco el legado de Obama ha estado a la altura de las altas expectativas creadas.

Y el mundo (aún) necesita que su primera potencia funcione. Necesita su liderazgo, un sano liderazgo.

Tengo mis dudas con Trump. Tengo mis dudas con Hillary.

Respeto la profesión de payaso. El humor representa una de las mayores manifestaciones de inteligencia. Hacer reír es mucho más difícil que hacer llorar, aparte de saludable. Y aguantar a una marabunta de niños es digno de héroes.

Trump no un payaso. No se merece tal honor.


El multimillonario Donald Trump, con una fortuna personal valorada en 3.700 millones de dólares, según Forbes, entra dentro de otra categoría: el charlatán.

Estados Unidos siempre ha sido el reino de los charlatanes, ya fueran vendedores, predicadores, guías espirituales, frikis o eso que llaman ahora ‘coach’.

Incluso en un país tan particular como Estados Unidos, que ha tenido presidentes como un mediocre antiguo actor (Reegan) o el hijo tonto y exalcohólico de un acaudalado familia texana con negocios en el petróleo (Bush), ningún charlatán había estado antes tan cerca del Despacho Oval.

Trump es muy peligroso.

Su discurso incendiario, lleno de provocaciones y excesos, no difiere mucho de las palabras de un borracho, con bastantes copas de más, en una barra de bar y con ganas de soltar la lengua hasta lamer el suelo.

Gente de este perfil existe, desgraciadamente, en todo el mundo. El problema es que ha llegado demasiado lejos, a un paso de la Casa Blanca, a un paso del ‘famoso botón rojo’ para declarar la alerta mundial, a un paso de dirigir la primera potencia del mundo.

Pero el problema no es Trump en sí. El principal problema es el importante apoyo que recibe.

Con individuos de este perfil, no importa tanto el número de detractores (altísimo), como de seguidores (igualmente alto).

Ya cometió ese error el Partido Republicano en las Primarias. Trump tumbó, uno a uno, a todos los candidatos, desde los más ‘serios’, como Chris Christie, Rand Paul, Jeff Bush, Marco Rubio, John Kasich y Ted Cruz, a los más estrafalarios, como Carly Fiorina y Ben Carson.

Detrás de Trump hay mucha gente.

Ese es el verdadero problema.

Gane o pierda, el mensaje queda. Existe un importante número de estadounidenses muy cómodos con un discurso xenófobo extremo (con el famoso muro en la frontera con México que, según Trump, pagaría el mismo Gobierno mexicano), de guante implacable con el terrorismo yihadista y con connotaciones machistas.

Trump ha tirado de exacerbación nacionalista con el lema ‘Make America Great Again’: orgullo nacional en un país al que no hace falta mucho para estimularlo.

Que Trump haya llegado tan lejos confirma algunas incómodas realidades en Estados Unidos, un país socialmente más convulso de lo que Estados Unidos quiere reconocer.

Al menos, el hombre medio blanco sin estudios, un grupo electoral cuantitativamente muy importante, mantiene un latente racismo, ya no tan latente, en un país con una elevada inmigración latina y con una numerosa comunidad afroamericana.

A Trump no le importa perder el voto de las ‘minorías’.

A Trump no le importa perder, de goleada, en las cosmopolitas California, Nueva York e Illinois o en la progresista Massachusetts.

Trump va a por el voto de esa otra América que aparece menos en las películas, pero que es tan real como Manhattan o Hollywood. Una América que nunca vivió el sueño americano o se despertó bruscamente de él hace tiempo y sin solución, como en los estados desindustrializados del Rush Belt.

No conviene desdeñar a un candidato a ser el hombre más poderoso del mundo, pese a coleccionar escándalos sexuales (y se supone perder el voto femenino), y fardar ante sus mismos electores en el mismo primer día de Primarias en Iowa:

“Tengo a la gente más leal. ¿Alguna vez habéis visto algo así? Podría pararme en mitad de la Quinta Avenida y disparar a gente y no perdería votantes”.

Gente dispuesta a perdonar los excesos fiscales de Trump, que no pagó impuestos durante dieciocho años tras una tramposa quiebra.

Cuidado con Trump y, más aún, cuidado con lo que significa socialmente Trump. Cuidado con esa otra América que nos hemos resistido a ver.

Nos equivocamos, además, si pensamos que Trump es un caso aislado en el mundo. Supone la versión más extrema de una tendencia peligrosa y a tener en cuenta: el resurgir de los nacionalismos.

Lo vimos en el Reino Unido con el Brexit. Lo vemos en la Europa del Este, con la xenófoba respuesta a la crisis de los refugiados. Lo vemos en el auge de la ultraderecha en el mismo corazón de la UE: Francia, Holanda, Dinamarca y hasta Alemania.

Solo así se puede entender cómo es posible que un candidato tan extremo como Donald Trump pueda ganar unas elecciones en Estados Unidos.

Bueno, también a los desméritos de la candidata del Partido Demócrata: Hillary Clinton.

¡Qué mal lo tiene que hacer el Partido Demócrata para no perpetuarse en la Casa Blanca!

Lo lleva pensando desde hace muchos años.

La evolución demográfica en Estados Unidos, con el crecimiento de las ‘minorías’, tiene sus incuestionables consecuencias electorales.

La población afroamericana siempre se ha sentido más cómoda con el Partido Demócrata. También la latina, más importante aún hoy, y ni digamos en el futuro inmediato.

Y, sin embargo, Hillary Clinton, ante un charlatán como Trump que no cuenta ni con el apoyo unánime de la dirección de su partido, no tiene asegurada la Casa Blanca.

¿Por qué?


Hillary Clinton es una mala candidata.

Solo con un mal candidato, el Partido Demócrata, que no controla la Cámara de Representantes y el Senado, podría también perder la Casa Blanca.

Y Hillary Clinton es una mala candidata.

Olvídense, por un momento, de la polémica de los correos electrónicos en su etapa como Secretaria de Estado en el primer Gobierno de Obama.

La crisis de los emails, reabierta y cerrada por el FBI en los últimos días de la campaña presidencial, no explica por completo los graves problemas de Hillary Clinton para volver, esta vez como presidenta, a la Casa Blanca, donde permaneció ocho años (1993-2000), como Primera Dama de su marido y presidente de Estados Unidos, Bill Clinton.

Hillary Clinton, que cuenta con el abrumador apoyo de los medios de comunicación estadounidenses y extranjeros y con el abrumador apoyo del ‘establishment’ estadounidense, se ha limitado a observar el hundimiento de Trump mientras el magnate neoyorquino se creaba problemas por su verborrea.

Pero Hillary Clinton no ha hecho nada directamente por ganar las elecciones. Se ha limitado a esperar los errores de Trump. Y, pese a ser muchos, puede no ser suficiente.

La imagen pública de Hillary Clinton es tan mala como la imagen pública de Trump.

No es casual.

Le falta empatía.

Carece de carisma.

Pero, sobre todo, le falta credibilidad.

El Partido Demócrata ha afrontado muy mal las elecciones presidenciales de 2016. El fin era (y es) redimir a Hillary Clinton, que fracasó hace ocho años en las Primarias ante Obama cuando era la favorita.

Pero Hillary Clinton no es Obama.

Carece de su capacidad para generar ilusión. Veremos qué pasa con los votantes más jóvenes que llevaron a la Casa Blanca a Obama, pero recelan de Hillary Clinton.

La carrera política de Hillary Clinton no es tan brillante como venden.

Su papel como Primera Dama quedó marcado, irremediablemente, por los líos de faldas de su marido.

Y fue la reacción al Caso Lewinsky, perdonando públicamente (Estados Unidos en un show) las infidelidades de Bill Clinton, lo que le abrió paso en la política, con un primer destino muy cómodo: senadora por el demócrata estado de Nueva York.

Y comenzaron sus errores.

Hillary Clinton defendió, en primera línea, las Guerras de Afganistán e Iraq.

Dos fracasos históricos de la política internacional de Estados Unidos.

Lejos de desanimar a Hillary Clinton, se postuló como candidata a la presidencia de Estados Unidos. Algo que impidió, inesperadamente, Obama.

Recibió el premio de consolación, de gran peso en la política estadounidense, de la Secretaría de Estado.

Y volvió a fallar.

La Guerra de Siria es un fantasma que perseguirá de por vida a Hillary Clinton. En su afán por derrocar al dictador sirio pro-ruso Bashar al-Asad, terminó por armar al germen del futuro Daesh.

Tampoco acertó con la estrategia en la edulcorada Primavera Árabe. Hillary Clinton colaboró para desestabilizar Libia y Egipto.

Ni que decir tiene que los avances en Oriento Medio en el conflicto palestino-israelí fueron nulos, a pesar de la beligerancia de Israel, al mismo tiempo que la peligrosa amistad con los promotores del wahabismo, el régimen saudí, se fortaleció.

La hoja de servicios de Hillary Clinton como Secretaria de Estado está repleta de errores y fracasos.

Si Donald Trump llega a la Casa Blanca con sus excesos, será responsabilidad exclusiva de Hillary Clinton y quienes se han empeñado en hacerla presidenta a pesar de su mediocridad.

Una docena de Estados decidirán la presidencia: los dos tradicionales grandes ‘swing states’ (Ohio y Florida), otros tres habituales ‘swing states’ como Colorado, Iowa y New Hampshire, dos estados republicanos con una gran comunidad latina (Nevada y Arizona), un estado republicano con una importante comunidad afroamericana (Carolina del Norte), un estado demócrata con alma independiente (Maine) y las posibles sorpresas en el deprimido ‘rush belt’ demócrata de Pennsylvania, Michigan y Wisconsin.

Hillary Clinton parte con ventaja sobre Trump en las encuestas (que no quiere decir mucho vista su cuestionable fiabilidad en todo el mundo: Brexit y referéndum del proceso de paz en Colombia) y en el Colegio Electoral: 210 votos demócratas fijos (victorias en California, Nueva York, Illinois, New Jersey, Washington, Massachusetts, Minnesota, Maryland, Oregón, Connecticut, Nuevo México, Hawaii, Delaware, Vermont, Rhode Island y Washington DC) y 180 votos republicanos casi fijos (Texas, Georgia, Indiana, Tennessee, Missouri, Carolina del Sur, Alabama, Louisiana, Kentucky, Oklahoma, Utah, Kansas, Mississippi, Arkansas, Nebraska, Virginia Occidental, Idaho, Montana, Wyoming, Dakota del Norte, Dakota del Sur y Alaska).

Quedan, en teoría, 148 votos por adjudicar en doce estados.

La mayoría del Colegio Electoral se ubica en 269 votos.

A Hillary Clinton le faltan 59. A Trump, 89.

¿Emperatriz o emperador?

¿Susto o muerte? ¿Hillary Clinton o Donald Trump? ¿Donald Trump o Hillary Clinton?

Elegir entre lo malo y lo peor.


Eso es lo grave.

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