Los salvajes recortes en sanidad están provocado un evidente deterioro que solo se atreven a negar los políticos, los responsables del actual colapso del sistema. Un error de gestión muy sencillo de comprobar, basta con acudir un día a Urgencias y abrir los ojos. Antes no era así.
Rompo un obligado silencio de algo más de un mes en
este blog. Un silencio motivado por algo tan importante y sensible como la
salud. Sirva mi experiencia personal para hablar de algo básico en nuestra
sociedad y que, desgraciadamente, está en franco deterioro: la sanidad pública.
El actual invierno, al menos en las cadenas de televisión menos cercanas al poder, está deparando unas recurrentes tristes y reales imágenes en los servicios de Urgencias de toda España. Un día es Cataluña, el otro es Galicia, el siguiente Canarias… No es un problema nuevo ni exclusivo de ninguna comunidad, pero nunca ha alcanzado unas cotas tan manifiestamente insoportables y denunciables. Las Urgencias están colapsadas. Negarlo supone un nuevo insulto y una falta de respeto más a la inteligencia de los ciudadanos. Basta con acudir a unas Urgencias para comprobarlo. Y no me vale que sea por una supuesta mayor incidencia de la gripe en este invierno. Porque las causas reales son otras. Camas libres hay. Otra cosa es que se quieran ocupar, con el consiguiente gasto. Pero, en esta interminable crisis socio-económica, hace mucho tiempo que las personas dejamos de ser la prioridad en España.
Soy vallisoletano de nacimiento y corazón, pero llevo los últimos años afincado, por cuestiones laborales, en Salamanca, ciudad de origen de toda mi familia. Como cualquier otro ciudadano, he utilizado las Urgencias a lo largo de mi vida. Siempre de una forma responsable, nunca gratuitamente. Salvo excepciones, a nadie le gusta ir a Urgencias. Derribemos el mito. La sociedad española, en su mayoría, no abusa de las Urgencias. Los casos puntuales, que existen, no pueden agitarse como norma como pretenden los enemigos de la sanidad pública. Si aceptamos eso, estaremos regalando una inmerecida concesión a quienes están deseando hacer caja con la salud de los españoles.
He sido siempre un tío inquieto. Eso me ha provocado alguna que otra pequeña ‘avería’. Nada especialmente grave pero sí lo suficiente como para acudir a Urgencias. Recuerdo, por ejemplo, de niño (tendría unos siete-ocho años, sería 1986-1987) una epidemia enorme en el colegio: CCV-Maristas de Valladolid. No sé exactamente la causa, pero lo cierto es que sí recuerdo los servicios del colegio llenos de vómitos de los alumnos. La salud de los niños es especialmente delicada. Mi madre me llevó a Urgencias. Lo mismo hicieron las madres de mis compañeros.
No ha sido la única vez que he ido a Urgencias. En el antiguo Hospital Militar de Valladolid (actual sede de la Consejería de Sanidad de Castilla y León) me cosieron el labio tras recibir el golpe de un columpio. Años después sufrí una fractura de clavícula. Pero incluso entonces no acudí en el mismo día a Urgencias porque nunca me ha gustado ir al Hospital. A fin de cuentas, lo ha asimilado siempre a estar enfermo. Y, al menos a mí, no me gusta nada estar enfermo.
Mis ‘averías’ de chaval me han llevado algunas veces a
Urgencias: un esguince bastante fuerte de tobillo jugado al baloncesto, una dolorosíma
fractura de la cabeza del radio tras recibir un empujón jugando al fútbol, un
peligroso golpe que me pegué en el cuello con una cuerda (a saber qué hacía puesta) entre
dos árboles en el Pinar de Antequera de Valladolid e incluso un revolcón en una capea (no es
que yo saltara a por la vaquilla, más bien fue al revés). Siempre que he ido a
Urgencias ha sido porque lo he necesitado. Punto. Y como yo, la mayoría de la
gente.
Si cuento estos pormenores personales es simplemente para dar fe de que conozco cómo eran las Urgencias hace unos años, en los ochenta, en los noventa e incluso en la pasada década. Siempre ha habido mucha gente. ¡Qué le vamos a hacer, los seres humanos no somos inmunes a los contratiempos de salud! Pero esa alta afluencia no ha impedido que siempre haya recibido una excelente atención médica y haya salido de Urgencias con un correcto diagnóstico. El tiempo de espera nunca alcanzaba la enorme cantidad de horas actuales. Está claro que algo ha cambiado en los últimos años.
Durante mucho tiempo, la última vez que acudí a Urgencias por un problema personal fue en el verano de 2002. Y no porque quisiera. Caí mal en un partido de fútbol en Cigales (Valladolid). Al regresar a casa, con el codo y la muñeca doloridos, me resistía a ir a Urgencias. Cené, como pude, con una mano y me marche a la cama. Pero fue imposible conciliar el sueño y, de madrugada, tuve que ir a Urgencias. ¿Un capricho? Pues no. Tenía una fisura en la cabeza del radio. No se lo recomiendo, duele bastante. Tras unas radiografías, unos calmantes y una escayola, regresé a casa. Todo en poco más de una hora. Es cierto que de madrugada y en el mes de agosto pero… Comparen con el tiempo de espera actual.
Doce años después, en el pasado mes de abril, volví a acudir a Urgencias. Ya no se trataba de mis ‘averías’ tradicionales de chaval haciendo deporte. El problema era distinto. Y resultado de varios días de malestar en los que lo único que quería era estar bien. La visita a Urgencias fue una solución, si me permiten, desesperada. Tenía problemas de visión. Recibí, como siempre, una atención profesional de parte de un oftalmólogo y una neuróloga. Mi urgencia no era baladí. El oftalmólogo me detectó un nistagmo y posible glaucoma y pidió un TAC. Y aunque la prueba salió bien, la misma neuróloga me derivó a un otorrino y solicitó una resonancia. Si usted ha estado o está pendiente de una resonancia, sabrá que la lista de espera es interminable, indignante.
Es importante insistir en que esas pruebas que tienen, lógicamente, un elevado coste económico no han sido capricho mío. Lo digo porque los detractadores del servicio público de sanidad (que en realidad no esconden más que a gentuza especuladora incluso con la salud de los ciudadanos) son muy dados a denunciar que somos los pacientes quienes pedimos las pruebas, quienes abusamos del sistema público de salud. Desde luego, no es mi caso. No me hace ninguna gracia que me hagan una resonancia. Incluso, después de un par de consultas con el otorrino que salieron bien, me mostré partidario de anularla. Es el otorrino quien ha insistido en que me la haga.
Aquel problema visual desapareció en un par de semanas. Resultó un susto, un susto bastante grande. ¿La causa? El estrés, el maldito estrés, algo complicado de controlar en estos tiempos de crisis y preocupaciones. El caso es que la resonancia la tengo pendiente desde el 4 de abril de 2014. Y ahí sigue. Casi un año.
El pasado 17 de febrero, tuve que volver a Urgencias. Realmente, fui con mucho miedo. Un día antes, sin una explicación coherente, me levanté con problemas para hablar. Tartamudeaba, en ocasiones, y me costaba pronunciar. Aunque sea por mi afición a las series médicas, conozco lo que es un ictus y algunos de sus síntomas. Aún más, mi abuela, con la que he vivido, sufrió un ictus conmigo delante y, precisamente, uno de los principales síntomas fue la dificultad para hablar correctamente.
Entiendan cómo me encontraba: ‘cagado’. Aún con todo, porque no me gusta ir a Urgencias, esperé más de 24 horas. Un error. Si hubiera sido, realmente, un ictus, los daños habrían sido mayores. De nuevo, porque mi experiencia con los médicos ha sido generalmente positiva, recibí una atención perfecta en el Hospital Clínico Universitario de Salamanca por parte de dos neurólogas. No se puede dudar de la profesionalidad de los médicos españoles. Recibí el alta tras otro TAC que no reveló ningún problema (dos semanas después me encuentro mucho mejor, otra vez los putos nervios que me juegan malas pasadas). Pero las neurólogas, las mismas neurólogas, han insistido en la conveniencia de que me hagan la resonancia que tengo pendiente. Es más, incluso me instaron a que planteara una queja formal al Hospital por el retraso en la prueba. Cosa que hecho sin, de momento, respuesta.
Mis dos últimas experiencias en Urgencias, en abril de 2014 y febrero de este año, me permiten, como paciente, hablar de lo que está pasando en nuestros hospitales. En ambas ocasiones, estuve siete horas desde que entré hasta que salí. Un tiempo de espera excesivo a todos luces pero que demuestra que las Urgencias no funcionan igual que antes. Y los culpables no son los médicos, que bastante hacen con una carga de trabajo que supera ampliamente los medios de los que disponen.
Los responsables son otros: son los políticos. Me asquea (podría usar términos más despectivos y contundentes) escuchar a ratas como Mariano Rajoy, Esperanza Aguirre y similares especímenes negar el deterioro de la sanidad española. ¡Dejen de faltarnos el respeto! Lógicamente, el deterioro de la sanidad española se debe a una causa política, una gestión política que es un fiel reflejo de esos malditos recortes que tan gustosamente ejecuta este Gobierno. Si fuera por el PP, la gestión de los hospitales caería en manos privadas para aliviar el gasto público y, al mismo tiempo, hacer negocietes. No me quiero calentar, simplemente les llamaré una cosa: gentuza. Un milagro que la justicia parará los pies al PP madrileño en su vil intento para privatizar la gestión de los hospitales.
Las Urgencias han cambiado mucho desde que acudía cuando era un chaval. Están colapsadas. ¿Y saben qué? Están colapsadas porque nuestros políticos han decidido poner la llave del candado en el gasto público, en especial en sectores como la sanidad, la educación o la dependencia. ¿Vamos a dejar que nos chuleen, que se rían de nosotros? ¡Hay que sacar de las instituciones a los enemigos de lo público, que es lo mismo que decir los enemigos de los ciudadanos¡ Tenemos elecciones a la vuelta de la esquina. Usted sabrá qué hace. No se queje luego si tiene que estar siete o más horas esperando un diagnóstico en Urgencias o en un pasillo esperando una cama para ingresar.
Porque esas imágenes que aparecen puntualmente en los informativos de la televisión, con las Urgencias colapsadas, son reales. Doy fe. Muchos damos fe. En realidad, los únicos que las niegan son quienes las provocan: los políticos.
Aquel pasado 17 de febrero en las Urgencias del Hospital Clínico Universitario de Salamanca (Hospital que lleva, por cierto, en ‘obras’ más de siete años y sobre el que encima pesa la amenaza de un recorte de personal) me permitió ver en directo el ingente trabajo de los médicos que, a pesar de su esfuerzo y profesionalidad, no alcanza para realizar una labor óptima del servicio. Hablo, sobre todo, de los tiempos de espera. En mis siete horas en Urgencias, tuve tiempo de sobra, por ejemplo, para ver a un anciano en una silla de ruedas, claramente enfermo, esperando una habitación. Escuchaba a una mujer, con el ánimo roto, con su padre a punto de morir en Urgencias. Sencillamente, no había camas libres para un ingreso y morir en calma y con privacidad. Veía camillas y más gente en sillas de ruedas en los pasillos, en especial en una sala de espera.
Y todo eso no existía hace unos años cuando acudía a Urgencias a curarme un esguince o una fractura. No podemos permitir el deterioro de nuestros servicios públicos. Nos va la vida en ello. Cualquier día puede ser usted, un familiar o un amigo quien tenga (si es que aún no lo ha pasado) que ver y sufrir el triste espectáculo que nuestros políticos han generado en las Urgencias.
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Colapso en las Urgencias del Hospital Universitario del Tajo (Aranjuez). Foto: Plataforma Defensa Sanidad Pública. |
El actual invierno, al menos en las cadenas de televisión menos cercanas al poder, está deparando unas recurrentes tristes y reales imágenes en los servicios de Urgencias de toda España. Un día es Cataluña, el otro es Galicia, el siguiente Canarias… No es un problema nuevo ni exclusivo de ninguna comunidad, pero nunca ha alcanzado unas cotas tan manifiestamente insoportables y denunciables. Las Urgencias están colapsadas. Negarlo supone un nuevo insulto y una falta de respeto más a la inteligencia de los ciudadanos. Basta con acudir a unas Urgencias para comprobarlo. Y no me vale que sea por una supuesta mayor incidencia de la gripe en este invierno. Porque las causas reales son otras. Camas libres hay. Otra cosa es que se quieran ocupar, con el consiguiente gasto. Pero, en esta interminable crisis socio-económica, hace mucho tiempo que las personas dejamos de ser la prioridad en España.
Soy vallisoletano de nacimiento y corazón, pero llevo los últimos años afincado, por cuestiones laborales, en Salamanca, ciudad de origen de toda mi familia. Como cualquier otro ciudadano, he utilizado las Urgencias a lo largo de mi vida. Siempre de una forma responsable, nunca gratuitamente. Salvo excepciones, a nadie le gusta ir a Urgencias. Derribemos el mito. La sociedad española, en su mayoría, no abusa de las Urgencias. Los casos puntuales, que existen, no pueden agitarse como norma como pretenden los enemigos de la sanidad pública. Si aceptamos eso, estaremos regalando una inmerecida concesión a quienes están deseando hacer caja con la salud de los españoles.
He sido siempre un tío inquieto. Eso me ha provocado alguna que otra pequeña ‘avería’. Nada especialmente grave pero sí lo suficiente como para acudir a Urgencias. Recuerdo, por ejemplo, de niño (tendría unos siete-ocho años, sería 1986-1987) una epidemia enorme en el colegio: CCV-Maristas de Valladolid. No sé exactamente la causa, pero lo cierto es que sí recuerdo los servicios del colegio llenos de vómitos de los alumnos. La salud de los niños es especialmente delicada. Mi madre me llevó a Urgencias. Lo mismo hicieron las madres de mis compañeros.
No ha sido la única vez que he ido a Urgencias. En el antiguo Hospital Militar de Valladolid (actual sede de la Consejería de Sanidad de Castilla y León) me cosieron el labio tras recibir el golpe de un columpio. Años después sufrí una fractura de clavícula. Pero incluso entonces no acudí en el mismo día a Urgencias porque nunca me ha gustado ir al Hospital. A fin de cuentas, lo ha asimilado siempre a estar enfermo. Y, al menos a mí, no me gusta nada estar enfermo.
LAS FOTOS DE LA VERGÜENZA:
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TENERIFE. |
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VIGO. |
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ZARAGOZA. |
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SANT JOAN DESPÍ (BARCELONA) |
Si cuento estos pormenores personales es simplemente para dar fe de que conozco cómo eran las Urgencias hace unos años, en los ochenta, en los noventa e incluso en la pasada década. Siempre ha habido mucha gente. ¡Qué le vamos a hacer, los seres humanos no somos inmunes a los contratiempos de salud! Pero esa alta afluencia no ha impedido que siempre haya recibido una excelente atención médica y haya salido de Urgencias con un correcto diagnóstico. El tiempo de espera nunca alcanzaba la enorme cantidad de horas actuales. Está claro que algo ha cambiado en los últimos años.
Durante mucho tiempo, la última vez que acudí a Urgencias por un problema personal fue en el verano de 2002. Y no porque quisiera. Caí mal en un partido de fútbol en Cigales (Valladolid). Al regresar a casa, con el codo y la muñeca doloridos, me resistía a ir a Urgencias. Cené, como pude, con una mano y me marche a la cama. Pero fue imposible conciliar el sueño y, de madrugada, tuve que ir a Urgencias. ¿Un capricho? Pues no. Tenía una fisura en la cabeza del radio. No se lo recomiendo, duele bastante. Tras unas radiografías, unos calmantes y una escayola, regresé a casa. Todo en poco más de una hora. Es cierto que de madrugada y en el mes de agosto pero… Comparen con el tiempo de espera actual.
Doce años después, en el pasado mes de abril, volví a acudir a Urgencias. Ya no se trataba de mis ‘averías’ tradicionales de chaval haciendo deporte. El problema era distinto. Y resultado de varios días de malestar en los que lo único que quería era estar bien. La visita a Urgencias fue una solución, si me permiten, desesperada. Tenía problemas de visión. Recibí, como siempre, una atención profesional de parte de un oftalmólogo y una neuróloga. Mi urgencia no era baladí. El oftalmólogo me detectó un nistagmo y posible glaucoma y pidió un TAC. Y aunque la prueba salió bien, la misma neuróloga me derivó a un otorrino y solicitó una resonancia. Si usted ha estado o está pendiente de una resonancia, sabrá que la lista de espera es interminable, indignante.
Es importante insistir en que esas pruebas que tienen, lógicamente, un elevado coste económico no han sido capricho mío. Lo digo porque los detractadores del servicio público de sanidad (que en realidad no esconden más que a gentuza especuladora incluso con la salud de los ciudadanos) son muy dados a denunciar que somos los pacientes quienes pedimos las pruebas, quienes abusamos del sistema público de salud. Desde luego, no es mi caso. No me hace ninguna gracia que me hagan una resonancia. Incluso, después de un par de consultas con el otorrino que salieron bien, me mostré partidario de anularla. Es el otorrino quien ha insistido en que me la haga.
Aquel problema visual desapareció en un par de semanas. Resultó un susto, un susto bastante grande. ¿La causa? El estrés, el maldito estrés, algo complicado de controlar en estos tiempos de crisis y preocupaciones. El caso es que la resonancia la tengo pendiente desde el 4 de abril de 2014. Y ahí sigue. Casi un año.
El pasado 17 de febrero, tuve que volver a Urgencias. Realmente, fui con mucho miedo. Un día antes, sin una explicación coherente, me levanté con problemas para hablar. Tartamudeaba, en ocasiones, y me costaba pronunciar. Aunque sea por mi afición a las series médicas, conozco lo que es un ictus y algunos de sus síntomas. Aún más, mi abuela, con la que he vivido, sufrió un ictus conmigo delante y, precisamente, uno de los principales síntomas fue la dificultad para hablar correctamente.
Entiendan cómo me encontraba: ‘cagado’. Aún con todo, porque no me gusta ir a Urgencias, esperé más de 24 horas. Un error. Si hubiera sido, realmente, un ictus, los daños habrían sido mayores. De nuevo, porque mi experiencia con los médicos ha sido generalmente positiva, recibí una atención perfecta en el Hospital Clínico Universitario de Salamanca por parte de dos neurólogas. No se puede dudar de la profesionalidad de los médicos españoles. Recibí el alta tras otro TAC que no reveló ningún problema (dos semanas después me encuentro mucho mejor, otra vez los putos nervios que me juegan malas pasadas). Pero las neurólogas, las mismas neurólogas, han insistido en la conveniencia de que me hagan la resonancia que tengo pendiente. Es más, incluso me instaron a que planteara una queja formal al Hospital por el retraso en la prueba. Cosa que hecho sin, de momento, respuesta.
Mis dos últimas experiencias en Urgencias, en abril de 2014 y febrero de este año, me permiten, como paciente, hablar de lo que está pasando en nuestros hospitales. En ambas ocasiones, estuve siete horas desde que entré hasta que salí. Un tiempo de espera excesivo a todos luces pero que demuestra que las Urgencias no funcionan igual que antes. Y los culpables no son los médicos, que bastante hacen con una carga de trabajo que supera ampliamente los medios de los que disponen.
Los responsables son otros: son los políticos. Me asquea (podría usar términos más despectivos y contundentes) escuchar a ratas como Mariano Rajoy, Esperanza Aguirre y similares especímenes negar el deterioro de la sanidad española. ¡Dejen de faltarnos el respeto! Lógicamente, el deterioro de la sanidad española se debe a una causa política, una gestión política que es un fiel reflejo de esos malditos recortes que tan gustosamente ejecuta este Gobierno. Si fuera por el PP, la gestión de los hospitales caería en manos privadas para aliviar el gasto público y, al mismo tiempo, hacer negocietes. No me quiero calentar, simplemente les llamaré una cosa: gentuza. Un milagro que la justicia parará los pies al PP madrileño en su vil intento para privatizar la gestión de los hospitales.
Las Urgencias han cambiado mucho desde que acudía cuando era un chaval. Están colapsadas. ¿Y saben qué? Están colapsadas porque nuestros políticos han decidido poner la llave del candado en el gasto público, en especial en sectores como la sanidad, la educación o la dependencia. ¿Vamos a dejar que nos chuleen, que se rían de nosotros? ¡Hay que sacar de las instituciones a los enemigos de lo público, que es lo mismo que decir los enemigos de los ciudadanos¡ Tenemos elecciones a la vuelta de la esquina. Usted sabrá qué hace. No se queje luego si tiene que estar siete o más horas esperando un diagnóstico en Urgencias o en un pasillo esperando una cama para ingresar.
Porque esas imágenes que aparecen puntualmente en los informativos de la televisión, con las Urgencias colapsadas, son reales. Doy fe. Muchos damos fe. En realidad, los únicos que las niegan son quienes las provocan: los políticos.
Aquel pasado 17 de febrero en las Urgencias del Hospital Clínico Universitario de Salamanca (Hospital que lleva, por cierto, en ‘obras’ más de siete años y sobre el que encima pesa la amenaza de un recorte de personal) me permitió ver en directo el ingente trabajo de los médicos que, a pesar de su esfuerzo y profesionalidad, no alcanza para realizar una labor óptima del servicio. Hablo, sobre todo, de los tiempos de espera. En mis siete horas en Urgencias, tuve tiempo de sobra, por ejemplo, para ver a un anciano en una silla de ruedas, claramente enfermo, esperando una habitación. Escuchaba a una mujer, con el ánimo roto, con su padre a punto de morir en Urgencias. Sencillamente, no había camas libres para un ingreso y morir en calma y con privacidad. Veía camillas y más gente en sillas de ruedas en los pasillos, en especial en una sala de espera.
Y todo eso no existía hace unos años cuando acudía a Urgencias a curarme un esguince o una fractura. No podemos permitir el deterioro de nuestros servicios públicos. Nos va la vida en ello. Cualquier día puede ser usted, un familiar o un amigo quien tenga (si es que aún no lo ha pasado) que ver y sufrir el triste espectáculo que nuestros políticos han generado en las Urgencias.
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