domingo, 11 de enero de 2015

El ruido yihadista

Los salvajes atentados en Francia no deben ocultar el fondo del problema. Las acciones de Occidente en el mundo musulmán han sido en los últimos años absolutamente erróneas. Iraq, Afganistán, Siria, Libia… son hoy países con parte de la población más fanatizada. Hablar de una supuesta guerra de civilizaciones resulta un mensaje excesivamente simplista. Y lo que menos se necesitará en los próximos años son titulares tan impactantes como inexactos. No me vale con proclamar ahora con orgullo ‘Je suis Charlie’ y olvidarse dentro de dos semanas. Ya ha pasado.


“Mi hermano era musulmán y fue asesinado por gente que se dice musulmana. No lo son, son terroristas. Francés de origen argelino, musulmán de fe, estoy muy orgulloso de mi hermano Ahmed, que representaba a la Policía francesa y defendía la República: Libertad, Igualdad y Fraternidad”. Malek Merabet despedía ante la prensa a su hermano Ahmed. En la mañana del 7 de enero, Ahmed Merabet fallecía, rematado en el suelo, tras el ataque yihadista al semanario Charlie Hebdo en París, que había dejado doce muertos. Instantáneamente, París se convertía en el centro del mundo.

Las televisiones seguían minuto a minuto la persecución policial a los hermanos Chérif y Saïd Kouachi, parisinos de nacimiento y autores, en nombre de Alá, de la matanza en Charlie Hebdo. De forma paralela, un tercer yihadista, Amedy Coulibaly, asesinaba a una policía. Coulibaly, que se había atrincherado con rehenes en un supermercado judío, y Chérif y Saïd Kouachi, encerrados en una nave industrial en la localidad de Dammartin-en-Goële, a poco más de media hora de París, caían en la misma tarde y a la misma hora abatidos por la Policía. El secuestro en el supermercado judío dejó cuatro víctimas más.

El ataque a Charlie Hebdo ha ofrecido imágenes absolutamente inusuales en Europa, más propias de un escenario de guerra, que la televisión y la prensa no se han cansado de repetir. Más que información, morbo, mucho morbo. El yihadismo, salvo con acciones puntuales de lobos solitarios, no golpeaba tan duro en Europa desde los atentados del 11-M en Madrid (11 de marzo de 2004) y del 7-J en Londres (7 de julio de 2005). La prevención policial había evitado nuevas matanzas en los últimos años porque el riesgo siempre ha existido. Y no parece que vaya a desaparecer en el corto y medio plazo.

La crisis, que no ha desaparecido (más allá del discurso oficial) en Europa, está alentando dos peligrosísimos fenómenos que, además, colisionan indirectamente con el yihadismo: el nacionalismo y el racismo. Si nadie lo remedia, estamos cada vez más cerca del regreso a la Europa de las fronteras. La crisis, con la errónea política de la Unión Europea, ha recuperado y agitado el nacionalismo, siempre en la base de los grandes conflictos en el Viejo Continente.

Lo cierto es que el proyecto común europeo está más desprestigiado, cuestionado y debilitado que nunca. Alemania ha antepuesto los intereses de su sistema financiero a una respuesta solidaria con los países mediterráneos, más afectados por la crisis. Dentro de dos semanas, Syriza ganará, si se cumplen los sondeos, las elecciones en Grecia con un mensaje claramente ‘nacionalista’. Grecia quiere recuperar su soberanía. No es el único país aunque quizás, por importancia, los casos que más deben preocuparnos son, por este orden, Francia, Reino Unido e Italia.


La ultraderecha (en realidad más una etiqueta, sería mejor hablar de ultranacionalismo) no se ha visto en otra. El Frente Nacional de Marie Le Pen ganó las últimas elecciones europeas con una cuarta parte de los votos. Un triunfo que convierte al Frente Nacional en una clara alternativa de Gobierno en Francia. No tengo tan claro ahora que la izquierda francesa apoyara a un candidato como Sarkozy, Fillon o Juppé en una hipotética segunda vuelta ante Le Pen. El ultranacionalismo supera la división tradicional y cada vez más insuficiente entre derecha e izquierda en el espectro político.

Reino Unido nunca ha destacado por su europeísmo. Los británicos no renunciaron a su libra por el euro. El papel del Reino Unido en la UE siempre ha sido con una pierna dentro, a menudo pensando en clave nacional, y otra fuera. El auge del nacionalista UKIP, que también ganó las elecciones europeas con más de un cuarto de los votos, ha obligado a los tories de David Cameron a radicalizar su discurso para no perder las próximas elecciones, que se celebrarán el 7 de mayo. Las peculiaridades del sistema electoral británico obligan al UKIP a ganar en cada circunscripción, algo que parece poco probable pero...

Italia es otro ejemplo claro de hacia dónde camina la UE. La Lega Nord ha abandonado su nacionalista proyecto de construir una Padania en el norte de Italia. Ha modificado su discurso sin cambiar las bases. La Lega Nord, que es el partido que más está creciendo, según las encuestas, apuesta ahora por el nacionalismo italiano. Los grandes países europeos están primando su situación antes que el interés común de la UE. Si nadie lo remedia, estamos a las puertas de un colapso de la moneda única y del proyecto europeo.

El nacionalismo ha despertado y ha despertado otra bestia tanto o más peligrosa: el racismo y la xenofobia. La Vieja Europa, no se trata de una figura retórica, no hay más que comparar la evolución demográfica de cada parte del planeta, se siente acosada. El recelo al extranjero, con la coartada de la crisis, va in crescendo. Los partidos nacionalistas están aprovechando el preocupante aumento del racismo y la xenofobia. No estamos hablando, por desgracia, de una Europa abierta y tolerante.


Quienes defendemos la multiculturalidad del mundo no estamos aún en minoría en Europa, pero corremos serio peligro de perder esa situación en los próximos años. ¿Qué sentido tiene en un mundo cada vez más globalizado, porque así lo han querido las grandes potencias y las multinacionales y porque así lo ha permitido el imparable avance de la tecnología, el regreso de las fronteras? Ninguno. No obstante, cada vez más europeos apuestan por el nacionalismo, por la ruptura de todo aquello que suene distinto. Y es un grave error.

A todos los racistas, islamófobos y antisemitas les pido que no confundan extremistas con musulmanes”. El ruego de Malek Merabet tras perder a su hermano Ahmed a manos de un comando yihadista quedará, desgraciadamente, en el olvido en pocas semanas. Una mirada a los foros de Internet tras el atentado al Charlie Hebdo ofrece un panorama desolador. El Islam ya ha sido juzgado, es culpable. Todos, absolutamente todos, los musulmanes son terroristas o cómplices de terroristas.

No es, tristemente, un análisis exagerado. La islamofobia no solo está aumentando sino que, en muchos sectores de la sociedad europea (y por supuesto española), está muy bien vista (quienes pensamos lo contrario somos unos ingenuos, unos débiles, unos ‘buenazos’ en tiempos de guerra...). Volvemos al nacionalismo y a la xenofobia como una de las manifestaciones más simples y simplistas, pero también más peligrosas. El choque de civilizaciones solo será real si colocamos a todos los musulmanes en una misma e imaginaria trinchera y nos situamos en la contraria. A fin de cuentas, es lo que lleva años deseando el yihadismo. Me imagino las carcajadas de Bin Laden. Hemos caído en su trampa.

El racismo es la peor respuesta posible al yihadismo. También la más fácil. Combatir el odio integrista de una parte de los musulmanes con más odio occidental solo generará más dolor. Supondrá una excelente coartada para que se sumen más jóvenes a la Yihad tras sentirse acosados. El yihadismo es una amenaza global, pero no solo en un sentido estrictamente geográfico. El yihadismo amenaza a todos independientemente de su religión. Los atentados en el mundo musulmán son constantes. Si queremos acabar con el yihadismo, no podemos meter en el mismo saco a todos los musulmanes, no podemos cavar más trincheras.

Mientras Francia lloraba a las víctimas del semanario Charlie Hebdo, la prensa occidental citaba en un par de segundos un atentado integrista en Yemen con más de treinta muertos. La milicia islamista Boko Haram sigue sembrando el pánico en Nigeria. Más de dos mil muertos en la última semana. Los atentados en Afganistán e Iraq son algo cotidiano. La inestabilidad en Libia es enorme. Y el gigante Paquistán continúa en la diana. Hace apenas un mes, los talibanes paquistaníes asesinaron a casi 150 personas en una escuela, la mayoría niños, niños musulmanes. La noticia ha durado en Occidente el primer impacto. A los dos días estaba olvidada. Por no hablar de la Guerra de Siria que se encamina a su tercer año.


El yihadismo no es un fenómeno exclusivo del choque de civilizaciones. El mundo musulmán es quien se lleva la peor parte. Trazar una frontera señalando y expulsando a los musulmanes de Occidente sería la peor medida posible. Sí hay musulmanes buenos. Como los hay malos. Criminalizar por completo a una religión supondría aceptar el choque de civilizaciones que buscan los yihadistas. No es momento (nunca lo es) de fomentar odio. El odio fortalecerá al yihadismo, lo convertirá en más peligroso.

Pero me pregunto si somos capaces de entender este reto. Las televisiones no paran de ofrecer la ejecución a sangre fría del policía Ahmed Merabet. El morbo prevalece. Malek Merabet, el hermano del fallecido, ha criticado a la prensa: “Nos parece despreciable que se usen estas imágenes. ¿Cómo os atrevéis a dar ese vídeo? Oí su voz, lo reconocí y lo vi recibir un disparo”. 

Occidente no cesa de amplificar el ruido yihadista. Siempre las mismas imágenes, siempre las mismas explicaciones (sin rubor los medios han pasado de alertar sobre el peligro del ISIS al peligro de Al Qaeda, de la que ya no se hablaba). Solo ruido sin explicar. Y ganas de separar, de crear unas trincheras que, realmente, solo existen en las mentes de cuatro fanáticos. ¿Queremos también que Occidente se fanatice? Mucho ‘Je suis Charlie’ pero dentro de dos semanas, todo olvidado. Al tiempo. Y mientras el recelo occidental creciendo y alimentando al mismo yihadismo.

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