domingo, 3 de febrero de 2013

Los hilillos de Luis Bárcenas anegan la sede del Partido Popular de sospechas y dinero ‘negro’

En el diccionario de Mariano Rajoy, no existe la palabra verdad. El actual presidente del Gobierno mintió con la catástrofe del Prestige, minimizando el impacto de la catástrofe ecológica. En la jornada de reflexión de las elecciones del 14 de marzo de 2004, rompió su silencio tras los atentados del 11-M acusando a la oposición de organizar masivas concentraciones ante las sedes populares. Rajoy responsabilizó a la izquierda de una reacción espontánea ciudadana. Su primer año de Gobierno, además de un deterioro evidente de la situación económica y laboral, ha supuesto toda una lección de promesas incumplidas y constantes muestras de cinismo hacia la sociedad desmintiendo medidas aplicadas casi de inmediato (subida del IRFP y del IVA, recortes en la sanidad, la educación, el desempleo y las pensiones, abaratamiento de los despidos…)

Con el escándalo de la contabilidad B del PP manejada por Luis Bárcenas, extesorero de la formación, Rajoy se ha superado. Lejos de admitir pagos no reflejados en las cuentas oficiales, como han hecho dirigentes como Pío García Escudero y Jaime Ignacio del Burgo, el presidente del Gobierno se vanagloria de la claridad y limpieza de la financiación del PP. Eso sí, en una comparecencia de prensa sin preguntas. Vamos, la ‘mejor’ señal de trasparencia: impedir las interpelaciones de los periodistas no vaya a ser que me equivoque en las respuestas. Rajoy está muy nervioso. Un capitán en el que no confía la mayoría del pasaje no puede gobernar un barco en medio de una tempestad tan fuerte como la actual situación económica y laboral porque nos vamos todos, con él, a pique. Si de verdad le preocupa España, debería dimitar ipso facto y defenderse de las acusaciones de sobresueldos ya fuera del Gobierno. ¿Quién va a confiar, dentro y fuera de España, en un país cuyo presidente está acusado de recibir dinero tan negro con el chapapote de la marea del Prestige que él mismo negó hace diez años mientras anegaba las playas gallegas? 

 
“No voy a necesitar más que dos palabras: Es falso. Nunca, repito, nunca he recibido, ni he repartido dinero negro ni en este partido ni en ninguna parte. Nunca. Lo diré otra vez. Es falso. Todo lo que se ha dicho y todo lo que se pueda insinuar es falso. Lo digo con toda serenidad. Lo estoy leyendo porque no quiero pronunciar una palabra más alta que otra.  Nunca he recibido dinero negro, ni en este partido, ni en ninguna parte. No tengo nada que ocultar. No temo a la verdad”. Mariano Rajoy se declara inocente. ¿Alguien esperaba una reacción diferente? Las confesiones quedan para las películas. En la vida real, y no digamos ya en la esfera política, nadie, absolutamente nadie, se declara culpable.


Hace diez años, la catástrofe ecológica del Prestige delató la manera de afrontar los problemas de Mariano Rajoy: una desmedida afición por la mentira y por la negación de la realidad. Mientras, miles de voluntarios se afanaban en las playas de Galicia por limpiarlas de toneladas de chapapote, el entonces ministro de la Presidencia y portavoz del Gobierno de José María Aznar minimizaba la cantidad de fuel que salía del pecio del Prestige. ¿Esa reacción fue un desliz? No. Más bien representó un indicio de lo que luego ha sido una tendencia en su trayectoria política a la hora de afrontar graves problemas: la mentira, combinada con una nada aconsejable ración de chulería y de dejación de funciones.

Rajoy nos ofreció una segunda muestra de su personalidad en la jornada de reflexión de las elecciones del 14 de marzo de 2004. Con el país conmocionado por la tragedia de los atentados del 11-M y pidiendo explicaciones al Gobierno y al partido que le sustentaba (el PP), que acusaban a ETA cuando los primeros indicios ya apuntaban a una autoría yihadista, el entonces candidato a la presidencia no tuvo mejor idea que comparecer para criticar a los manifestantes que se apostaban frente a las sedes populares de toda España.

Un ‘tic’ autoritario que Rajoy ha mostrado siempre que el gallego se ha visto acorralado por los acontecimientos. El PP no tiene inconvenientes de que la gente salga a la calle a protestar, siempre y cuando sea a favor de sus tesis. Los populares han apoyado o incluso organizado protestas contra la política antiterrorista del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero o contra la reforma de la Ley del Aborto. Entonces, a Rajoy y compañía no les molestaron esas concentraciones de ciudadanos. Todo cambia cuando las protestas van dirigidas hacia el PP.

En aquella tarde-noche del 13 de marzo de 2004, cuando la Policía ya había detenido a tres yihadistas, entre ellos a Jamal Zougam, uno de los autores materiales del 11-M, Rajoy salió a los medios para defender a su partido y criticar al pueblo que reclamaba la verdad sobre la autoría de las bombas: “Comparezco ante la opinión pública para informar de estos hechos gravemente antidemocráticos que no se habían producido nunca en la historia de nuestra democracia y que tienen por objeto influir y coaccionar la voluntad del electorado en el día de reflexión, día en el que están prohibidas en toda democracia toda clase de manifestaciones para que el proceso electoral discurra limpiamente”.

Cuando Rajoy se pone nervioso suele mostrar su rostro autoritario: “Pido desde aquí y exijo a los convocantes de esta manifestación ilegal que cesen en su actitud y concluya este antidemocrático acto de presión sobre las elecciones de mañana. A lo largo del día de hoy, dirigentes de partidos políticos que prefiero no mencionar han realizado manifestaciones públicas que sin duda han influido en esta convocatoria que está teniendo lugar”. Cuando el pueblo se moviliza en contra del PP, a Rajoy le encanta responsabilizar al PSOE de incitar a los ciudadanos. ¡Ya quisiera el actual Partido Socialista tener ese poder de convocatoria! ¿Cree el señor Rajoy que los ciudadanos españoles no tenemos iniciativa propia? Igual es lo que desearía.

Tras dos legislaturas en la oposición en las que incluso estuvo cuestionado por muchos miembros de su partido, Esperanza Aguirre plantó cara hasta casi el mismo Congreso de Valencia en 2008, Rajoy se ganó el acceso a La Moncloa de la mano de una pésima gestión de la crisis del Gobierno socialista y de una nula colaboración del PP. Ni Rajoy ni su equipo tuvieron nunca interés en ayudar a Zapatero y, por extensión, al conjunto del pueblo español para afrontar la crisis. La diputada de Coalición Canaria Ana Oramas dejó hace unos meses al descubierto la estrategia del PP en aquellos años. El hoy ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, reclamó a CC que no apoyara al PSOE en las medidas ordenadas desde Bruselas para no cortar el grifo de la financiación. “Déjala caer (a España) que ya nosotros la levantaremos cuando lleguemos al Gobierno”.

La campaña electoral de las elecciones generales de noviembre de 2011 significó un gran embuste. Rajoy ha hecho oposición en su primer año de Gobierno a su propio programa electoral, que ha sido papel mojado desde el segundo uno en La Moncloa. La excusa, que las cosas estaban peor de lo que decían los socialistas. La herencia recibida se ha convertido en el chivo perfecto para explicar el comportamiento ‘esquizofrénico’ de la cúpula del PP aprobando las mismas medidas que antes criticaban, como la subida del IVA o del IRPF. Una argumentación que no se sostiene debido a que cuando Rajoy ganó las elecciones a Rubalcaba los populares gobernaban en la mayoría de ejecutivos autonómicos y de grandes ayuntamientos. No sabían lo que pasaba exactamente en el gobierno estatal, pero sí perfectamente lo que sucedía en la Comunidad Valenciana, Madrid, Galicia, Islas Baleares, Castilla y León… O estaban muy ciegos, o no querían saber lo que pasaba en las regiones que gobernaban o, simplemente, mentían.

Salvo afiliados y ciudadanos inquebrantables a votar al PP, pocos españoles dudan ya que Rajoy se presentó a las elecciones generales con un programa fantasma que sabía que no iba a cumplir pero que le generaría millones de votos. ¿Quién no quiere escuchar que le van a sacar de la crisis? A muchos nos sonaba a pura palabrería, pero entiendo que hubiera gente que, ante la desilusión generada por Zapatero, no lo viera así. No obstante, aquella victoria electoral se debió más al hundimiento socialista, Rubalcaba perdió cuatro millones de votos con respecto a los comicios generales de 2008, que a la ilusión generada por Rajoy, que mejoró sus resultados en algo más de medio millón de ciudadanos.

El primer año de Gobierno del gallego ha sido ampliamente decepcionante, incluso para muchos de sus votantes. Rajoy no es Obama y la ilusión generada por el cambio se ha evaporado enseguida. Tanto él como su Gobierno son malos comunicadores. Les falta empatía con el ciudadano medio. Se afanan en vender una mejoría que casi nadie ve en España y en el resto del mundo, en dibujar un escenario de recuperación de la economía y del mercado laboral que supone una simple quimera analizada la situación actual. La sociedad ha explotado. Mientras Rajoy y sus ministros sacan pecho de una serie de reformas que no han impedido, más bien al contrario, la destrucción de más empleo y que no han estimulado la actividad económica, la sociedad asiste indignada a una batería de desmentidos del programa electoral con el que se presentó a las elecciones generales. Un programa que representa la mejor oposición a la acción del Gobierno. Nada de lo expresado allí es real. Todo se justifica con la excusa de la herencia recibida.

No obstante, muchos no tragamos. Rajoy prometió no subir los impuestos y, sin embargo, se estrenó como presidente con un alza del IRPF. El PP, en la oposición, lanzó una feroz campaña contra el aumento del IVA aprobado por el Gobierno socialista de Zapatero. Pero, en el poder, todo lo dicho anteriormente era historia. Rajoy ha subido el IVA. El actual presidente del Gobierno también prometió no tocar la sanidad, la educación, el desempleo y las pensiones. En este último caso, subrayó que sería lo último que modificaría. Todas esas promesas se han incumplido. Los recortes han llegado a todos y cada uno de estos aspectos de las políticas sociales. Y, a cambio, ¿qué ha conseguido España? ¿Ha reaccionado el mercado laboral? No. ¿Ha crecido la actividad empresarial? No. ¿Se ha atajado el déficit público? No lo suficiente. Todas estas certezas son desmentidas con ligereza desde la presidencia del Gobierno. Hace escasamente una semana, Rajoy se jactaba en el Congreso en la sesión de control del Gobierno de los ¿éxitos? de la reforma laboral.

La doctrina Rajoy a la hora de afrontar los problemas ha tenido en los últimos siete meses dos capítulos bastante tristes: el primero fue la aprobación por parte de la Unión Europea de un rescate a la banca española. Rajoy lo vendió como una hazaña, ocultando las exigencias incluidas desde Bruselas y Berlín. Exigencias traducidas en recortes sociales. A Rajoy, con una actitud bastante prepotente, le pareció el rescate financiero tan exitoso que lo celebró marchándose a Polonia para ver jugar a la selección española en su debut en la Eurocopa contra Italia. El ridículo internacional fue notable. ‘Time’ se mofaba de Rajoy con un irónico titular: “You say tomato, I say bailout” (“Tú dices tomate, yo digo rescate”)

La doctrina Rajoy ha tenido ración extra con el Barcenasgate. Los papeles del extesorero del PP Luis Bárcenas, que apuntan hacia la existencia de una calculada estrategia de sobresueldos a la cúpula del partido, significan el mayor escándalo de corrupción desde la reinstauración de la democracia. No es que España, precisamente, haya sido y sea un paraíso de la trasparencia. Simplemente, la contabilidad de Bárcenas evidencia que la corrupción ha estado instalada durante casi dos décadas en las altas esferas del partido que gobierna España. Los principales nombres de los presuntos beneficiados no pueden ser más importantes en la historia del PP: sus cinco últimos secretarios generales (Francisco Álvarez Cascos, Javier Arenas, Mariano Rajoy, Ángel Acebes y María Dolores de Cospedal) más figuras como Rodrigo Rato, Jaime Mayor Oreja o Federico Trillo. Los papeles de Bárcenas señalan a todos los máximos colaboradores de José María Aznar. Todos. No falta ni uno.

La estrategia del Partido Popular para defenderse no ha sido nada novedosa: “Todo es mentira”. Los papeles de Bárcenas se conocen después de que Suiza comunicara que el extesorero del PP, implicado en la trama Gürtel, tenía 22 millones de euros en cuentas depositadas en ese país. Una cantidad muy complicada de justificar. Bárcenas, que ha regularizado once millones de euros con la amnistía fiscal de Cristóbal Montoro, pidió en abril de 2010 la baja voluntaria como militante y senador del PP para defenderse de su implicación en las investigaciones de Baltasar Garzón del caso Gürtel. Su partido no tomó esas decisiones siguiendo la doctrina Rajoy de no afrontar de manera directa los problemas. Fue Bárcenas quien lo hizo, mientras recibía todo el apoyo de sus compañeros de partido, con Rajoy a la cabeza. La trama Gürtel, con sus múltiples ramificaciones en Madrid, Comunidad Valenciana, Galicia y Castilla y León, principalmente, agitó como nunca los cimientos del partido del PP. Era tanto el peligro que había que apartar como fuera a Baltasar Garzón de la carrera judicial. Y se consiguió. El Tribunal Supremo condenó en febrero de 2012 a Garzón a once años de inhabilitación especial para el cargo de juez o magistrado con pérdida definitiva del cargo que ostenta por prevaricación de forma unánime por las escuchas ilegales durante la investigación del caso Gürtel.

Al final, ha dado igual. La petición de Baltasar Garzón a Suiza sobre las posibles cuentas que tenía Bárcenas en el país helvético ha sido, aunque tarde, atendida. Y esos 22 millones del extesorero y senador del PP han sido solo el primer paso. La aparición de la contabilidad B de Bárcenas es un escándalo desconocido en España. Sea quien sea quien haya filtrado las cuentas, el propio Bárcenas o alguna de las ramas del PP contrarias a Rajoy, los documentos han inundado de sospechas una financiación de una formación acosada por múltiples escándalos de corrupción en comunidades como Valencia o Baleares. La palabra Gürtel, y lo que conlleva, está intrínsecamente asociada al PP, por más que Rajoy y su cúpula se quieran desmarcar. Y cada vez que se conocen nuevos datos, la indignación ciudadana va a más. Aquí no vale el “y tú más”, no vale con recordar casos de corrupción del PSOE o CiU, que existen, desgraciadamente para la democracia española. Ahora no es el momento de aplicar el ventilador, lo que la inmensa mayoría de españoles queremos escuchar son explicaciones convincentes de Rajoy y compañía. ¿De qué nos sirve conocer la declaración de la renta del presidente del Gobierno? ¿Nos toma por ignorantes? Ningún defraudador declara el dinero negro. Si Rajoy y la cúpula del PP han cobrado sobresueldos, su inocencia no aparecerá en la contabilidad oficial. De momento, los papeles de Bárcenes que han aparecido en la prensa siembran muchísimas dudas sobre la financiación del Partido Popular. Enrocarse, encerrarse en tus ideas, acusar a todo el mundo que está contra ti, solo sirve para empeorar la percepción ciudadana.

Rajoy se siente víctima de una conspiración a la que no pone los nombres de sus inductores, porque sencillamente no existen, mientras la mayoría de los españoles nos sentimos engañados y cabreados ante la negación de los indicios. Dirigentes del PP como Pío García Escudero, Jaime Ignacio del Burgo o Jaume Matas han corroborado las anotaciones de Bárcenas que se encuentran a su nombre. ¿Por qué iban a ser justo ciertas estas y falsas las demás, las que afectan a la cúpula popular? Nada sabemos aún de por qué el tesorero del PP incluía la entrada de dinero procedente de determinadas empresas. ¿A cambia de qué llegaban esas partidas? Silencio. Silencio, y negación. Sin embargo, en la contabilidad de Bárcenas aparece en mayo de 1999 una partida de 21 millones de pesetas ingresada anombre de Pedro Crespo, secretario de Organización del PP gallego en aquellas fechas. En medio de la investigación de la trama Gürtel, la Policía encontró en una caja fuerte papeles de Crespo en los que se incluye como deuda pendiente de abonar en mayo de 1999 una cantidad de 21 millones de pesetas. ¿Casualidad? Mucha casualidad parece.

Rajoy ha unido su suerte personal y la de su partido a los papeles de Bárcenas, los que conocemos y los que, probablemente, saldrán en próximos días. Minimizar el impacto y la gravedad de estas acusaciones no parece la estrategia más acertada para convencer a una amplia mayoría de ciudadanos sobre su honorabilidad. Rajoy, diez años después, sigue usando la misma receta con el Barcenasgate que con el Prestige. Si entonces hablaba de hilillos de plastilina de fuel para quitar importancia a la marea negra, ahora desmiente por completo la veracidad de la contabilidad de Bárcenas y el dinero negro que, presuntamente, recibían él y los principales dirigentes del PP. Pero cuando la realidad se impone, solo queda, en la política, dimitir.

Los recientes sondeos publicados por El País y El Periódico, con una caída popular en la intención del voto de prácticamente veinte puntos en apenas un año, demuestran la pérdida de confianza de la sociedad en este Gobierno. Las mentiras en el primer año de gestión, los recortes aplicados y desmentidos previamente en la campaña electoral y las dudas sobre la corrupción de altos cargos del PP no dejan más salida que la dimisión y la convocatoria de nuevas elecciones. España, en la actual situación de recesión de la economía y de hundimiento del mercado laboral, no se puede permitir, no ya tres años más, sino ni siquiera un nuevo día un Gobierno sobre el que pesa la sombra de la sospecha de la corrupción. ¿Cómo se puede creer en la honorabilidad de un presidente del Gobierno que nos pide que confiemos en sus palabras en la misma comparecencia pública en la que impide las preguntas de los periodistas? Rajoy y Cospedal, como principales dirigentes del PP, se equivocan si piensan que las aguas se calmarán y la mayoría de españoles están conformes con sus explicaciones sobre la contabilidad de Bárcenas. Un capitán en el que no confía la mayoría del pasaje no puede gobernar un barco en medio de una tempestad. Y la actual crisis, unida a las sospechas de corrupción, conforman una tormenta perfecta.

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