El final del
Pontificado de Francisco deja huérfano al mundo, católicos y no
católicos, cristianos y no cristianos, creyentes, agnósticos y
ateos. Sin la voz y la conciencia crítica y piadosa de Jorge
Bergoglio, los pobres, los afligidos, los desfavorecidos, los
vulnerables, los olvidados y los últimos pierden a uno de los pocos líderes
mundiales que se ha acordado de su existencia y se ha preocupado de
sus problemas en los últimos años.
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El Papa Francisco sostiene un ramo de flores en memoria de los inmigrantes fallecidos en el Mediterráneo. |
-Concertaos todos a una en lo que habéis de decir.
-¿Qué es tu consejo?
-Morir diciendo
“Fuenteovejuna” y a nadie saquen de aquí.
-Es el camino
derecho. Fuenteovejuna lo ha hecho.
-¿Queréis
responder así?
-Sí.
El pueblo
cordobés de Fuenteovejuna, en un valiente acto colectivo de rebeldía social,
se unía, mataba al cruel comendador y acordaba inculparse en su
conjunto. Todos a una. Un pueblo unido contra los abusos del poder.
El Papa
Francisco recurrió al clásico de Lope de Vega, publicado en el cénit del Siglo de Oro en 1619, en su primer viaje oficial, el 8 de
julio de 2013, casi cuatro meses después de su elección.
Lo hizo, eso sí,
con un atrevido y reivindicativo ejercicio de revisionismo de la obra y en un contexto
histórico, social y geográfico totalmente distinto, en la isla
italiana de Lampedusa, en medio del Mediterráneo, en plena crisis
migratoria tras el caótico desmoronamiento de la Libia de Gaddafi y
el apogeo de la guerra de Siria, que se sumaban a la endémica pobreza
y olvido, cuando no desprecio, de los dramas políticos, sociales, económicos y bélicos del África subsahariana.
La Fuenteovejuna
de Lope de Vega ya no era un pueblo unido que se alzaba contra los
desmanes del poder. Los integrantes de la Fuenteovejuna moderna, una
proyección de la sociedad actual, escondían y eludían sus
responsabilidades colectivas. Un pueblo cobarde, insensible. Como
mínimo, indiferente. Un pueblo que había dejado de ser pueblo para ser, únicamente, individuo. Aparentemente solo, aislado, encerrado en sí mismo. Ajeno al resto. Más en concreto, ajeno al dolor del resto.
“Todos y
ninguno”. “¿Quién es el responsable de la sangre de estos
hermanos y hermanas?”, se preguntaba Bergoglio en su humilde
homilía en Lampedusa, con un simbólico altar construido con los
restos de una patera naufragada en las aguas del Mediterráneo y un
cáliz y un báculo tallados con la madera de las precarias
embarcaciones de los inmigrantes.
“Hoy
nadie en el mundo se siente responsable de esto. Hemos perdido el sentido de la responsabilidad fraterna (...). Vemos al hermano medio muerto al borde del camino. Quizás pensamos ‘pobrecito’ y seguimos nuestro camino. No nos compete. Y con eso nos quedamos tranquilos, nos sentimos en paz. La cultura del bienestar, que nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos hace insensibles al grito de los otros. Nos hace vivir en pompas de jabón, que son bonitas, pero no son nada. Son la ilusión de lo fútil, de lo provisional, que lleva a la indiferencia hacia los otros o, mejor, lleva a la globalización de la indiferencia. En este mundo de la globalización, hemos caído en la globalización de la indiferencia. ¡Nos hemos acostumbrado al sufrimiento del otro, no tiene que ver con nosotros”.
Aquella
homilía en Lampedusa, con apenas diez mil asistentes, muchos de
ellos inmigrantes, de diferentes credos y confesiones, que se habían jugado literalmente la
vida en el Mediterráneo, suponía una poderosa carga de profundidad a un mundo que se había vuelto insensible al sufrimiento ajeno. Un toque de atención a los gobernantes, pero también a los ciudadanos. A todos.
Francisco,
que había prometido en el balcón de la majestuosa basílica de San
Pedro “una iglesia pobre para los pobres”, recuperaba, de
inmediato, la esencia del mensaje original del catolicismo, con el
que incluso los no creyentes podemos mayoritariamente coincidir, al
menos en sus raíces. Otra cosa es la interpretación y la ejecución de la iglesia a lo largo de los dos últimos milenios.
¿Hace
falta creer en Dios o en algún Dios para luchar por una sociedad
justa, igualitaria, que defienda y priorice a los vulnerables, que
proteja a los niños y los ancianos, que ampare a los enfermos, que
vele por todos los desfavorecidos, que no olvide a nadie y que
respete el medio ambiente? No. Igual habría que cuestionarse por qué la clase política, salvo contadas excepciones como los presidentes Lula, Petro o en su día Mújica, tiene ahora otros objetivos.
El
Papa Francisco era un buen hombre. Quizás, uno de los últimos hombres buenos con poder. Un buen hombre que nos ha dejado en un
momento histórico donde hacía mucha mucha falta para sacar los
colores a los actuales amos y señores del mundo y sus serviles, adormiladas y
autocomplacientes sociedades, muy alejadas del espíritu colectivo de la Fuenteovejuna de Lope de Vega.
El final del
Pontificado de Francisco deja huérfano al mundo, católicos y no
católicos, cristianos y no cristianos, creyentes, agnósticos y
ateos. Sin la voz y la conciencia crítica y piadosa de Jorge
Bergoglio, que tenía previsto un futuro viaje a Canarias para
conocer de primera mano el drama de la inmigración en el
archipiélago, los pobres, los afligidos, los desfavorecidos, los
vulnerables, los olvidados y los últimos pierden a uno de los pocos líderes
mundiales que se ha acordado de su existencia y se ha preocupado de
sus problemas en los últimos años. Uno de los pocos líderes
mundiales que se ha atrevido a hablar y cuestionar “la
globalización de la indiferencia” y “la cultura del descarte”.
¿Progresista o
conservador? ¿De verdad importa, de verdad es necesario? ¿De verdad es posible etiquetarle sin caer en subjetivos juicios de valor previos para
acomodar su figura a nuestro interés personal?
Bergoglio no se
ha librado, con su cuerpo aún caliente, de un examen riguroso por
parte de sus múltiples enemigos. Del ala izquierda más
anticlerical, incapaz de asumir la existencia de distintas
sensibilidades, algunas incluso más próximas de lo que parece a su ideario político, en el seno del catolicismo. Y, con más saña todavía y desde el primer segundo de su Pontificado,
de una ultraderecha e incluso derecha mínimamente moderada que siempre le miró
con recelo y le trató como un impostor en San Pedro por acercarse a
los más humildes. Un Papa con muchos y diferentes enemigos,
incapaces por prejuicios, unos, y odio, otros, de comprender su
dimensión.
También de
entender sus limitaciones. ¿Acaso un solo hombre puede cambiar el errático y egoísta rumbo del mundo en doce años? Ni en cientos. Ni realmente estaba en
sus manos porque el cambio, realmente, pasa por una suerte de Fuenteovejuna global que actué de una manera menos individualista y, sobre todo, insolidaria.
Pero también un
Papa con muchos y diferentes amigos, que abrió debates ‘prohibidos’
en la rocosa maquinaria de la iglesia católica. Que habló con
respeto de los divorciados o de los homosexuales. Que valoró,
aplaudió y promovió el creciente papel de la mujer en toda la
sociedad, incluida la misma iglesia. Que denunció los sangrantes casos de
pederastia en los distintos estamentos eclesiásticos. Que se atrevió a cuestionar al mismísimo y poderoso
gobierno de Israel, protegido por las grandes potenciales mundiales,
en el interminable y bochornoso genocidio de Palestina. Y que apeló siempre por la paz en unos
tiempos donde redoblan los tambores y los cantos de guerra desde las principales cancillerías mundiales.
Un Papa que no se quedó en Roma ni en el mal llamado primer mundo. Un Papa que se sintió más cómoda en África, Asia, Sudamérica e incluso la Europa que ocupa menos titulares en la prensa. Un Papa que en
su primer viaje oficial no eligió a su Argentina natal, ni siquiera
volvió a pisar su país. Un Papa que prefirió una pequeña
isla de veinte kilómetros cuadrados, en medio del Mediterráneo,
para clamar por el drama de la inmigración y el olvido de la
sociedad.
“¿Quién ha
matado al gobernador?”, se preguntaba y recordaba Bergoglio en la
isla de Lampedusa reproduciendo el clásico de Lope de Vega.
“Fuenteovejuna,
señor.
¡Todos y ninguno!”.
También
hoy esta pregunta se impone con fuerza: “¿Quién es el responsable de
la sangre de estos hermanos y hermanas? ¡Ninguno! Todos respondemos
igual. No he sido yo, yo no tengo nada que ver. Serán otros,
ciertamente yo no”, lamentaba el Papa Francisco en la pequeña isla
italiana.
El Proyecto Migrantes Desaparecidos, de la Organización Internacional para las Migraciones, ha lamentado la innecesaria muerte de casi treinta mil ‘olvidados’ en las aguas del Mediterráneo, la gran mayoría en la ruta de Lampedusa, en la última década. Tras la visita del Papa a la isla italiana. Un grito necesario en medio del Mediterráneo que el mundo se niega a escuchar.
Muchos echaremos mucho de menos al Papa Francisco.
Y muchos
esperamos que el legado de Bergoglio no haya sido un espejismo en medio del desierto y nos permita volver a
encontrar una Fuenteovejuna global unida, valiente y solidaria. Una
Fuenteovejuna que deje de ser indiferente al dolor ajeno y reaccione
a dramas como Lampedusa. Y otros muchos más. O los comendadores de Fuenteovejuna seguirán ganando y deshumanizando este mundo y nuestras vidas.
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