viernes, 15 de noviembre de 2024

Valencia, una riada anunciada

El cambio climático, con un Mediterráneo con temperaturas extremas, se ha beneficiado final y decisivamente de una geografía desfavorable, un urbanismo descontrolado y una clase política negligente que ha fallado, para sorpresa de nadie, antes, durante y después de la catástrofe. Un caldo de cultivo letal que, al menos a corto y medio plazo, facilitará, desgraciadamente, nuevas inundaciones y desgracias.

La rambla del Poyo, sin agua, en el puente de la antigua N-III.

A orillas del Mediterráneo, la lluvia se desea y se teme.

Se desea porque las sequías son recurrentes y duraderas. Se teme porque cuando el cielo descarga lo hace con una extraordinaria virulencia y peligrosidad.

En numerosas localidades del Levante se lleva conviviendo con ambas realidades desde hace décadas, incluso siglos según recogen los testimonios escritos más remotos y los estudios geográficos del subsuelo de la zona: sequías prolongadas interrumpidas por ocasionales lluvias torrenciales que dañan más que ayudan al campo y los diferentes núcleos urbanos.

Un ciclo casi constante que ha generado traumáticas inundaciones que han pasado al imaginario popular y se han transmitido de generación en generación. La gran riada del Turia de 1957, que provocó la posterior transformación del cauce del río y la misma ciudad de Valencia, y la pantanada de Tous de 1982, tras la rotura de la presa, ya tienen, desafortunadamente, heredera. Porque antecedentes graves había. Y menos graves, también.

Cuando la lluvia arrecia, los valencianos tienen su propio protocolo no escrito. Los vecinos están acostumbrados a sacar sus vehículos de los garajes y alejarlos de las ramblas y también a colocar tablones de madera en los bajos de sus viviendas para minimizar los daños materiales de las inundaciones. Unas soluciones que, en condiciones normales, son suficientes.

Pero en la tarde noche del 29 de octubre, la situación fue excepcional, con precipitaciones históricas en las cabeceras de los barrancos (hasta 184,6 litros por metro cuadrado en una hora en Turís), y los errores, los pasados y los presentes, desencadenaron la tragedia, con más de doscientos fallecidos y pérdidas económicas de 22.000 millones de euros, según la Cámara de Comercio de Valencia, un tercio del PIB de toda la provincia y el equivalente del PIB de Navarra o Extremadura. La mayor catástrofe natural en la historia de España desde las riadas del Vallés en plena dictadura en 1962.

La riada de la Huerta Sur de Valencia era, por tanto, una riada anunciada, aunque no con la dimensión extraordinaria que alcanzó, porque allí se dan y se siguen dando todos los condicionantes climáticos, geográficos, hidrográficos, urbanísticos e incluso políticos para desencadenarse como ya había ocurrido en el pasado. La única duda era saber cuándo y con qué intensidad iba a ocurrir. Cuestión de tiempo y cuestión de ausencia de medidas de prevención a corto y largo plazo.

El cambio climático, con un Mediterráneo con temperaturas extremas que ya había dado varias pistas en los últimos años en Grecia, Libia e incluso Centroeuropa, se ha beneficiado final y decisivamente de una geografía desfavorable, un urbanismo descontrolado y una clase política negligente que ha fallado antes, durante y después de la catástrofe. Un caldo de cultivo letal que, al menos a corto y medio plazo, provocará, desgraciadamente, nuevas inundaciones y desgracias.

La única duda será, otra vez, cuándo, en qué punto exacto y con qué intensidad ocurrirá y la gran exigencia será si entonces estaremos, de verdad, preparados. Apenas dos semanas después de la dana del 29 de octubre, una nueva riada, afortunadamente menos peligrosa y con una correcta gestión del sistema de alertas, inundó Cullera, a apenas cuarenta kilómetros, en coche, de Paiporta, la localidad más golpeada en la primera dana, además de Málaga, Castellón y Tarragona.

El riesgo se conocía, por tanto, por todos a orillas del Mediterráneo, si bien ingenuamente se infravaloró por políticos y empresarios, instalados en el beneficio electoral inmediato y, a menudo, en el negacionismo científico, y también, por falta de preparación (nada que ver con los tornados en Estados Unidos o los terremotos en Japón), algunos vecinos.

La comarca de la Huerta Sur, una fértil llanura fluvial gracias a los progresivos sedimentos de pretéritas inundaciones, es un escenario más que proclive a las lluvias torrenciales, con numerosos barrancos que vigilar a su espalda que recogen las precipitaciones caídas en el interior montañoso de la provincia Valencia, la barrera que detiene a las nubes procedentes del Mediterráneo, especialmente activas a finales de verano y principios de otoño. Siempre ha sido así.

La Confederación Hidrográfica del Júcar ha identificado hasta una treintena de áreas de riesgo potencial significativo: diez en Alicante, ocho en Valencia, siete en Castellón, tres en Albacete y una en Cuenca y Teruel. Las dos más peligrosas se encuentran ubicadas, precisamente, en esa llanura fluvial de Valencia, en el Bajo Júcar y el Bajo Turia, en la Huerta Sur donde se originó la tragedia.

Ni alarmismo, ni exageración. Los cálculos de la Confederación Hidrográfica del Júcar, con un máximo de 150.000 afectados en una treintena de municipios del Bajo Turia y un caudal máximo de 1.400 metros cúbicos por segundo en la rambla del Poyo en un periodo de retorno (probabilidad de ocurrir) de hasta 500 años, se quedaron muy cortos. La dana azotó a 75 localidades de las comarcas de la Huerta Sur, Ribera Alta, Hoya de Buñol y Requena-Utiel con una población superior a los 800.000 habitantes, como toda la ciudad de Valencia, y llegó a niveles inimaginables, por encima de los 3.000 metros cúbicos. Un evento único, hasta ahora, con un periodo de retorno estimado de entre 1.000 y 3.000 años.

El entorno urbanístico que se encontró la dana resultó, además, el más perjudicial posible para la seguridad de los habitantes de la Huerta Sur. Una deficiente ordenación del territorio que multiplicó el peligro de la riada. Allí donde prosperaban hace décadas campos, naranjos y arrozales, allí donde destacaban las cañas y el barro, como en la novela del valenciano Vicente Blasco Ibáñez, el agua impactó contra viviendas, centros comerciales, polígonos industriales, carreteras y vías de ferrocarril.

La dana arrasó el ensanche de la tercera ciudad más grande de España (Paiporta, Catarroja, Benetússer, Sedaví, Alfafar, Massanassa y Pincanya, principalmente) que había crecido exponencialmente, sin prestar demasiado atención a su condición de zona inundable. incluso después del trauma que supuso la gran riada del Turia. El Censo de Población y Viviendas de 1960 reflejaba una población de casi cuarenta mil habitantes, según datos del Instituto Nacional de la Estadística, en la zona cero de la dana. Nada que ver con la situación demográfica actual, con más de 120.000 residentes. ¡Tres veces más!

Paiporta ha pasado, por ejemplo, de apenas cuatro mil habitantes a aproximarse a los treinta mil. Los términos municipales de Benetússer o Sedaví están completamente artificializados. Catarroja cuenta con un enorme polígono industrial con medio medio millar de empresas instaladas en 700.000 metros cuadrados. Sin olvidar una extensa red de vías de comunicación. El desarrollo urbanístico en la Huerta Sur de Valencia ha sido colosal, muy beneficioso económicamente pero contraproducente para prepararse ante un evento esperable como una dana.


Y la tragedia también estaba cantada por la existencia de una clase política negligente que ha fallado, para sorpresa de nadie, antes, durante y después de la riada.

Sin medidas previas, con proyectos amontonados en los despachos de las distintas administraciones para anticiparse y reducir, en la medida de lo posible, un episodio masivo de precipitaciones que, antes o después, con o sin cambio climático, iba a ocurrir. Simplemente, dejando pasar el tiempo y confiando en ¿la suerte?, en que no llegara una gran riada. La inacción casi absoluta. Porque la prevención de esta dana, como en tantos grandes problemas, debió comenzar muchos años antes de que el desastre estuviera encima de la mesa.

La clase política, con un papel esencial de las distintas administraciones locales y autonómicas y la permisividad de los diferentes ejecutivos nacionales en las últimas décadas, optó por desarrollar urbanísticamente una comarca mucho antes de que fuera medio ambientalmente segura. Construir, construir y construir, aunque no fuera conveniente hacerlo, al menos en las actuales circunstancias, ahí. La mayor de las viviendas afectadas se edificaron en la década de los setenta y, sobre todo, los años más disparados de la burbuja inmobiliaria a principios de este siglo. Es decir, hace casi nada.

Y si la negligencia política había sido previa, quedaban pocas dudas de que también iba a serlo posterior, en el momento de una tragedia que no se había querido creer pese a su verosimilitud histórica y climática. La cercanía de un puente, con los intereses turísticos por delante, la ignorancia científica y la mediocridad y la cobardía de los principales cargos públicos de la Generalitat valenciana condenaron a los valencianos a salvarse por sí mismos y originar una desafección ciudadana como pocas veces se recuerdan en España y cuyos efectos se alargarán en el tiempo.

¿De quién es la culpa? Siempre del otro.

La anunciada riada de Valencia ya se ha convertido en una ‘excusa’ para armar una nueva bronca política que, día a día, va tapando y olvidando los errores de gestión, los pasados, los presentes y los (de no cambiar) futuros, y sustituyendo el foco de atención.

Y se dejará de hablar de urbanismo descontrolado. Se volverá a cuestionar los desafíos del cambio climático. Se guardarán más proyectos en la mesa. Mientras, seguirá la insustancial discusión política, amplificada desde los medios de comunicación de una y otra ideología, donde lo que menos importan, verdaderamente, son las víctimas de la riada, los fallecidos y sus familiares y los vecinos que han perdido sus hogares, sus vehículos y sus lugares de trabajo. Los damnificados de una tragedia en la que se podía haber hecho mucho más y que terminarán siendo utilizados y, cuando toque, olvidados.

Vendrá otra riada. Otra gran dana, en un año, cinco, diez…

Y si nada cambia, si todo sigue como hasta ahora, Valencia (o cualquier otro punto de la extensa España inundable) volverá a vivir otra tragedia histórica. Tan anunciada está como evitarla, en parte, se puede. Si se quiere.

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