El cambio climático, con un Mediterráneo con temperaturas extremas, se ha beneficiado final y decisivamente de una geografía desfavorable, un urbanismo descontrolado y una clase política negligente que ha fallado, para sorpresa de nadie, antes, durante y después de la catástrofe. Un caldo de cultivo letal que, al menos a corto y medio plazo, facilitará, desgraciadamente, nuevas inundaciones y desgracias.
Se desea porque las sequías son recurrentes y duraderas. Se teme porque cuando el cielo descarga lo hace con una extraordinaria virulencia y peligrosidad.
En numerosas localidades del Levante se lleva conviviendo con ambas
realidades desde hace décadas, incluso siglos según recogen los
testimonios escritos más remotos y los estudios geográficos del
subsuelo de la zona: sequías prolongadas interrumpidas por
ocasionales lluvias torrenciales que dañan más que ayudan al campo
y los diferentes núcleos urbanos.
Un ciclo casi
constante que ha generado traumáticas inundaciones que han pasado al
imaginario popular y se han transmitido de generación en generación.
La gran riada del Turia de 1957, que provocó la posterior
transformación del cauce del río y la misma ciudad de Valencia, y
la pantanada de Tous de 1982, tras la rotura de la presa, ya tienen,
desafortunadamente, heredera. Porque antecedentes graves había. Y
menos graves, también.
Cuando la lluvia
arrecia, los valencianos tienen su propio protocolo no escrito. Los
vecinos están acostumbrados a sacar sus vehículos de los garajes y
alejarlos de las ramblas y también a colocar tablones de madera en
los bajos de sus viviendas para minimizar los daños materiales de
las inundaciones. Unas soluciones que, en condiciones normales, son
suficientes.
Pero en la tarde
noche del 29 de octubre, la situación fue excepcional, con
precipitaciones históricas en las cabeceras de los barrancos (hasta
184,6 litros por metro cuadrado en una hora en Turís), y los
errores, los pasados y los presentes, desencadenaron la tragedia, con
más de doscientos fallecidos y pérdidas económicas de 22.000
millones de euros, según la Cámara de Comercio de Valencia, un
tercio del PIB de toda la provincia y el equivalente del PIB de
Navarra o Extremadura. La mayor catástrofe natural en la historia de
España desde las riadas del Vallés en plena dictadura en 1962.
La riada de la
Huerta Sur de Valencia era, por tanto, una riada anunciada, aunque no
con la dimensión extraordinaria que alcanzó, porque allí se dan y
se siguen dando todos los condicionantes climáticos, geográficos,
hidrográficos, urbanísticos e incluso políticos para
desencadenarse como ya había ocurrido en el pasado. La única duda
era saber cuándo y con qué intensidad iba a ocurrir. Cuestión de
tiempo y cuestión de ausencia de medidas de prevención a corto y
largo plazo.
El cambio climático,
con un Mediterráneo con temperaturas extremas que ya había dado varias pistas en los últimos años en Grecia, Libia e incluso
Centroeuropa, se ha beneficiado final y decisivamente de una
geografía desfavorable, un urbanismo descontrolado y una clase
política negligente que ha fallado antes, durante y después de la
catástrofe. Un caldo de cultivo letal que, al menos a corto y medio
plazo, provocará, desgraciadamente, nuevas inundaciones y
desgracias.
La única duda será,
otra vez, cuándo, en qué punto exacto y con qué intensidad
ocurrirá y la gran exigencia será si entonces estaremos, de verdad,
preparados. Apenas dos semanas después de la dana del 29 de octubre,
una nueva riada, afortunadamente menos peligrosa y con una correcta
gestión del sistema de alertas, inundó Cullera, a apenas cuarenta
kilómetros, en coche, de Paiporta, la localidad más golpeada en la
primera dana, además de Málaga, Castellón y Tarragona.
El riesgo se
conocía, por tanto, por todos a orillas del Mediterráneo, si bien
ingenuamente se infravaloró por políticos y empresarios, instalados
en el beneficio electoral inmediato y, a menudo, en el negacionismo científico,
y también, por falta de preparación (nada que ver con los tornados
en Estados Unidos o los terremotos en Japón), algunos vecinos.
La comarca de la
Huerta Sur, una fértil llanura fluvial gracias a los progresivos
sedimentos de pretéritas inundaciones, es un escenario más que
proclive a las lluvias torrenciales, con numerosos barrancos que
vigilar a su espalda que recogen las precipitaciones caídas en el
interior montañoso de la provincia Valencia, la barrera que detiene
a las nubes procedentes del Mediterráneo, especialmente activas a
finales de verano y principios de otoño. Siempre ha sido así.
La Confederación
Hidrográfica del Júcar ha identificado hasta una treintena de áreas
de riesgo potencial significativo: diez en Alicante, ocho en
Valencia, siete en Castellón, tres en Albacete y una en Cuenca y
Teruel. Las dos más peligrosas se encuentran ubicadas, precisamente,
en esa llanura fluvial de Valencia, en el Bajo Júcar y el Bajo
Turia, en la Huerta Sur donde se originó la tragedia.
Ni alarmismo, ni
exageración. Los cálculos de la Confederación Hidrográfica del
Júcar, con un máximo de 150.000 afectados en una treintena de
municipios del Bajo Turia y un caudal máximo de 1.400 metros cúbicos
por segundo en la rambla del Poyo en un periodo de retorno
(probabilidad de ocurrir) de hasta 500 años, se quedaron muy cortos.
La dana azotó a 75 localidades de las comarcas de la Huerta Sur,
Ribera Alta, Hoya de Buñol y Requena-Utiel con una población
superior a los 800.000 habitantes, como toda la ciudad de Valencia, y
llegó a niveles inimaginables, por encima de los 3.000 metros
cúbicos. Un evento único, hasta ahora, con un periodo de retorno
estimado de entre 1.000 y 3.000 años.
El entorno
urbanístico que se encontró la dana resultó, además, el más
perjudicial posible para la seguridad de los habitantes de la Huerta
Sur. Una deficiente ordenación del territorio que multiplicó el
peligro de la riada. Allí donde prosperaban hace décadas campos,
naranjos y arrozales, allí donde destacaban las cañas y el barro,
como en la novela del valenciano Vicente Blasco Ibáñez, el agua
impactó contra viviendas, centros comerciales, polígonos
industriales, carreteras y vías de ferrocarril.
La dana arrasó el
ensanche de la tercera ciudad más grande de España (Paiporta,
Catarroja, Benetússer, Sedaví, Alfafar, Massanassa y Pincanya,
principalmente) que había crecido exponencialmente, sin prestar
demasiado atención a su condición de zona inundable. incluso
después del trauma que supuso la gran riada del Turia. El Censo de
Población y Viviendas de 1960 reflejaba una población de casi
cuarenta mil habitantes, según datos del Instituto Nacional de la
Estadística, en la zona cero de la dana. Nada que ver con la
situación demográfica actual, con más de 120.000 residentes. ¡Tres
veces más!
Paiporta ha pasado,
por ejemplo, de apenas cuatro mil habitantes a aproximarse a los
treinta mil. Los términos municipales de Benetússer o Sedaví están
completamente artificializados. Catarroja cuenta con un enorme
polígono industrial con medio medio millar de empresas instaladas en
700.000 metros cuadrados. Sin olvidar una extensa red de vías de
comunicación. El desarrollo urbanístico en la Huerta Sur de
Valencia ha sido colosal, muy beneficioso económicamente pero
contraproducente para prepararse ante un evento esperable como una
dana.
Y la tragedia también estaba cantada por la existencia de una clase política negligente que ha fallado, para sorpresa de nadie, antes, durante y después de la riada.
Sin medidas previas,
con proyectos amontonados en los despachos de las distintas
administraciones para anticiparse y reducir, en la medida de lo
posible, un episodio masivo de precipitaciones que, antes o después,
con o sin cambio climático, iba a ocurrir. Simplemente, dejando
pasar el tiempo y confiando en ¿la suerte?, en que no llegara una
gran riada. La inacción casi absoluta. Porque la prevención de esta
dana, como en tantos grandes problemas, debió comenzar muchos años
antes de que el desastre estuviera encima de la mesa.
La clase política,
con un papel esencial de las distintas administraciones locales y
autonómicas y la permisividad de los diferentes ejecutivos
nacionales en las últimas décadas, optó por desarrollar
urbanísticamente una comarca mucho antes de que fuera medio
ambientalmente segura. Construir, construir y construir, aunque no
fuera conveniente hacerlo, al menos en las actuales circunstancias,
ahí. La mayor de las viviendas afectadas se edificaron en la década
de los setenta y, sobre todo, los años más disparados de la burbuja
inmobiliaria a principios de este siglo. Es decir, hace casi nada.
Y si la negligencia
política había sido previa, quedaban pocas dudas de que también
iba a serlo posterior, en el momento de una tragedia que no se había
querido creer pese a su verosimilitud histórica y climática. La
cercanía de un puente, con los intereses turísticos por delante, la
ignorancia científica y la mediocridad y la cobardía de los
principales cargos públicos de la Generalitat valenciana condenaron
a los valencianos a salvarse por sí mismos y originar una
desafección ciudadana como pocas veces se recuerdan en España y
cuyos efectos se alargarán en el tiempo.
¿De quién es la
culpa? Siempre del otro.
La anunciada riada
de Valencia ya se ha convertido en una ‘excusa’ para armar una
nueva bronca política que, día a día, va tapando y olvidando los
errores de gestión, los pasados, los presentes y los (de no cambiar)
futuros, y sustituyendo el foco de atención.
Y se dejará de
hablar de urbanismo descontrolado. Se volverá a cuestionar los
desafíos del cambio climático. Se guardarán más proyectos en la
mesa. Mientras, seguirá la insustancial discusión política, amplificada desde los medios de comunicación de una y otra ideología, donde
lo que menos importan, verdaderamente, son las víctimas de la riada,
los fallecidos y sus familiares y los vecinos que han perdido sus
hogares, sus vehículos y sus lugares de trabajo. Los damnificados de
una tragedia en la que se podía haber hecho mucho más y que
terminarán siendo utilizados y, cuando toque, olvidados.
Vendrá otra riada.
Otra gran dana, en un año, cinco, diez…
Y si nada cambia, si
todo sigue como hasta ahora, Valencia (o cualquier otro punto de la
extensa España inundable) volverá a vivir otra tragedia histórica.
Tan anunciada está como evitarla, en parte, se puede. Si se quiere.
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