Su próximo regreso a la Casa Blanca nos ha pillado mayoritariamente
con el pie cambiado. ¿Error de
cálculo, ignorancia, autoengaño o manipulación? En Europa no podemos
depender de que en la Casa Blanca se siente cada cuatro años quien
queramos. Nuestro principal aliado ha elegido a un presidente que rechazamos. Es momento (hace mucho tiempo en realidad) de pensar y ejecutar un plan B.
O, ya que hablamos de Estados Unidos, anglicismo al canto: ‘wishful thinking’.
Ha pasado, y no es la primera vez (por ejemplo también con las administraciones Bush) en la otra orilla del Atlántico, en suelo europeo a pie de calle pero también en los medios de comunicación y las administraciones públicas a la hora de valorar y comprender los recientes resultados de las últimas elecciones presidenciales estadounidenses.
Ganó Trump, que regresará a la Casa Blanca dentro de dos meses y
medio, el próximo 20 de enero de 2025, y ganó con una imprevista
rotundidad, tanto en el colegio electoral (312-226) como incluso en
el voto popular, algo que no logró ante Hillary Clinton en 2016.
Y en Europa, la
pregunta más repetida en los últimas horas es por qué, cómo ha
sido posible.
¿Cómo puede
derrotar un condenado, por 34 delitos por falsificar registros
contables para encubrir el soborno a la exactriz porno Stormy Daniels
y con otras tres causas judiciales pendientes, a una respetada
abogada y defensora de los derechos civiles que se convirtió en la
primera fiscal general en la historia de California? ¿Cómo puede
volver a la Casa Blanca alguien que alentó el asalto al mismísimo
Capitolio tras perder (y no aceptar) las elecciones de 2020 ante
Biden? ¿Cómo pueden elegir los estadounidenses a un presidente que
dividió a la sociedad estadounidense como nunca antes había pasado
desde la Guerra de Secesión?
Quizás porque los
europeos ni votamos allí ni conozcamos tan bien como nos creemos a
un país complejo, con muchas realidades sociales y muy alejado de
nuestra mentalidad y sentido democrático por mucho que consumamos
diariamente su ‘american way of life’ y persigamos nuestra
versión del sueño americano.
¿Sabíamos
realmente lo que estaba pasando en Estados Unidos o estábamos
confundiendo los deseos con la realidad? ¿Estábamos ejerciendo, a
fin de cuentas, un simple ejercicio de ‘wishful thinking’ hasta
el mismo momento en el que se empezaron a contar los votos?
Posiblemente. Y por eso costará tanto entender y digerir el mal
trago de la victoria de Trump, de la segunda victoria de Trump. Ya no
es un accidente, un error circunstancial.
Incluso el fin de
semana previo a la jornada de las elecciones, una única encuesta
(siempre las dichosas y cuestionables encuestas) de Iowa, el mismo
estado que marca en cada cita electoral el inicio del apasionante
camino de las primarias a principios de febrero, revolucionó el
debate alrededor del pulso entre Donald Trump y Kamala Harris.
Trump se alejaba de
la Casa Blanca. Harris estaba a un paso de convertirse en la primera
mujer presidenta de Estados Unidos. Una mujer, además, mestiza, con
orígenes indios y jamaicanos y piel negra. La candidata demócrata
encabezaba un sondeo, con un campo de trabajo inferior al millar de
personas, de la encuestadora Ann Selzer en la tradicionalmente
republicana Iowa. Tres puntos por delante: 47-44%. No tardó en
circular con euforia por los círculos informativos progresistas de
Estados Unidos y Europa. Estaba hecho.
Si Harris podía
ganar en Iowa, que no aparecía en la lista de los ‘swing states’,
¡qué no ocurriría en los estados que estaban en principio en
disputa para decidir el nombre del próximo líder de la primera
potencia mundial: Pensilvania, Michigan, Wisconsin, Georgia, Carolina
del Norte, Arizona y Nevada! Pintaba a barrida azul y punto y final
de una era, de una seria amenaza a las democracias liberales, el
‘trumpismo’, y un varapalo a la ultraderecha en todo el mundo.
Pero Iowa no cayó.
Ni estuvo cerca, trece puntos a favor de Trump. Ni tampoco cayeron
ninguno de los siete ‘swing states’. Ni Nevada, con una amplia
comunidad latina en la icónica Las Vegas; ni Arizona, al borde de la
misma frontera con México; ni Georgia, con una numerosa comunidad
negra que arropó a Biden hasta la Casa Blanca en 2020; ni Carolina
del Norte, la actual puerta de entrada a aquel antiguo sur
segregacionista; ni la clave Pensilvania, Michigan y Wisconsin, que
forman aquel depauperado ‘rush belt’, otrora un poderoso polo
económico industrial, que ya se decantó por Trump ante Hillary
Clinton en 2016.
Las certezas que
teníamos en Europa sobre una segura victoria de Harris, más allá
de su rocambolesca y tardía nominación tras la renuncia de un
enfermo presidente Biden, fueron cediendo según avanzaban los
resultados de la noche electoral y siguen derrumbándose según se
precisan algunos datos electorales por sexo, edad, comunidad racial o lugar de residencia. Quizás no fueron más que ‘wishful thinking’.
Kamala Harris no ha
arrasado en el voto femenino. Ha empeorado incluso los resultados de
Biden a pesar de las evidentes diferencias con los republicanos en un
tema tan sensible en la sociedad estadounidense como el aborto.
Tampoco los jóvenes se han volcado con Harris, menos movilizados que
hace cuatro años hacia la candidatura demócrata.
Algo impensable en
Europa ha ocurrido también con el voto latino, que no ha percibido
el racismo y el peligro de Trump al mismo nivel que se denuncia
constantemente al otro lado del Atlántico. Los hombres latinos
incluso han preferido al candidato republicano. Un cambio de
tendencia que, si se consolida, marcará el devenir de las venideras
elecciones en Estados Unidos.
El millonario de
cuna ha ganado entre las rentas bajas y medias, que no han percibido la bonanza de los datos macroeconómicos de la administración Biden, y en los decisivos
suburbios, donde residen la mitad de los ciudadanos de la primera
potencia del mundo.
Estados Unidos no es
como nos pensamos o, mejor dicho, Estados Unidos no es como los
europeos deseamos. ¿Error de cálculo, ignorancia, autoengaño o
manipulación? En Europa seguimos sin entender lo que ocurre entre
Manhattan y Hollywood y no podemos depender de que en la Casa Blanca
se siente cada cuatro años quien queramos.
Nuestro principal
aliado ha elegido a un presidente que rechazamos. Es momento (hace mucho tiempo en realidad) de pensar y ejecutar un plan B. O seguir confundiendo nuestros deseos con la realidad al otro lado del Atlántico.
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