La dimisión que no fue dimisión y, probablemente, nunca estuvo
cerca de ser dimisión. Un innecesario espectáculo que sólo estaba
en la cabeza del presidente del Gobierno. Una burda guionización de
la política como un serial de ficción de televisión. Una escenificación infantil
e irresponsable del caos. Una lamentable utilización de los
sentimientos y los temores de las bases electorales progresistas. Y, a
medio y largo plazo, más leña al fuego en una sociedad ya absurda y
peligrosamente demasiado tensionada por los intereses de unos y
otros.
A la derecha española nunca le ha gustado mucho el mundo de la
cultura, en especial el cine. Más que una actitud ignorante, que de
todo hay, una actitud reaccionaria e intolerante a un legítimo
discurso político. Más que las tramas de algunas películas, le ha
molestado y le sigue molestando la ‘osada’ voz pública de los
grandes nombres del cine, esos ‘piojosos’ actores y directores
rojos.
Para la derecha, Julio Iglesias brilla como un orgullo nacional, pero
Javier Bardem saquea las cuentas públicas para sufragar unas obras
que, sostienen, no interesan a nadie. Iglesias es un cantante de
prestigio internacional, pero Bardem, un simple titiritero, por
muchos premios y reconocimiento mundial que atesore.
La derecha degrada a
los actores y, por extensión, al electorado progresista a ‘piojosos’
titiriteros, aquellos artistas ambulantes que vagabundearon durante
siglos por las calles de toda Europa con pequeñas y modestas
representaciones. Con sus marionetas, sus títeres y sus guiñoles.
Con sus canciones, sus cuentos y sus historietas para niños. También con sus revolucionarios mensajes populares contra el poder de la
época: la monarquía, el clero, los terratenientes y los ejércitos.
En el fondo, no sólo
son rojos, son también peligrosos, por mucho que, actualmente, el
amado Pablo Motos base parte de su éxito (ironías de la vida) en
los guiñoles de dos hormigas. Pero nunca escucharán a nadie en la
derecha española llamar, despectivamente, titiritero a Motos.
Quizás sí ocurra,
y debería, con Pedro Sánchez. Y no únicamente desde la derecha.
‘Cinco días de
reflexión’. ‘La dimisión que no fue dimisión’.
‘Superviviente en Moncloa’. ‘Yo soy la democracia’. ‘La
matanza de la fachoesfera’. ‘No te vayas todavía’. ‘El
hombre enamorado de Begoña’. Ensayo, drama, humor, tragicomedia,
acción, terror, amor… Próximamente en nuestras pantallas con la
producción de Pedro Almodóvar, la actuación de Marisa Paredes y la
música de Miguel Ríos. Con el
desgarro profundo de María Jesús Montero en las aceras de Ferraz en los créditos finales y, próximamente, la guasa ‘torrentiana’ de Mr.
Twitter, Óscar Puente, en las tomas falsas del DVD.
Con una potente música épica de fondo, un atractivo primer plano del protagonista y una generosa campaña de promoción, tendríamos ya al ‘blockbuster’ del verano de 2024.
Sólo que esto iba, se supone, en serio.
Pedro Sánchez, cual
saltimbanqui medieval, ha zarandeado los hilos de todo un país y nos
ha metido la mano por el culo, cual hábil titiritero, para representar un capricho personal,
una obra bufonesca que no beneficia a nadie (ni siquiera a él mismo ni a
su mujer), mucho menos a la salud y el futuro de la democracia
española que clama defender. Un vodevil a su mayor gloria apenas
apto para los más fieles del coro de gritadores, aduladores y
alabadores (por supuesto también cobradores) de La Moncloa.
Sánchez no ha orquestado ninguna obra maestra, ninguna futura obra de culto, incomprendida hoy por cualquiera
que tenga un mínimo de sentido crítico, decencia, respeto
ciudadano… Por cualquiera que entienda que la política es algo
bastante más serio que animar incondicionalmente a tus colores, a tu
equipo de fútbol, a tu partido. Que
al líder también se le puede y se le debe cuestionar sin miedo a
verse señalado y apartado. Porque, de lo contrario, no habría,
además, democracia.
La dimisión que no
fue dimisión y, probablemente, nunca estuvo cerca de ser dimisión.
Un innecesario espectáculo que sólo estaba en la cabeza del
presidente del Gobierno. Una burda guionización de la política como
un serial de ficción de televisión. Una escenificación infantil e irresponsable
del caos. Una lamentable utilización de los sentimientos y los temores
de las bases electorales progresistas. Y, a medio y largo plazo, más
leña al fuego en una sociedad ya absurda y peligrosamente demasiado
tensionada por los intereses de unos y otros.
Queda la amarga
sensación de que, lejos de buscar una verdadera y necesaria
renovación y regeneración de la justicia y la recomendable
moderación del tono de cierto periodismo, el presidente del Gobierno
ha preferido utilizar, entretener y engañar a la sociedad española durante
cinco días para idear una hoja de ruta que sólo conoce él y que,
muy probablemente, no estaba ni pensada hasta las acusaciones (poco
fundadas) hacia su mujer de tráfico de influencias. Una hoja de ruta
que, de existir, acabará en nada cuando las necesidades personales y
políticas sean otras.
Y a esperar otro
juego, otra argucia, otro conejo de la chistera. Otra representación teatral. A ganar tiempo, a
dejar pasar el tiempo, sin realmente cambiar nada de lo que dice
querer cambiar mientras maneja caprichosamente los hilos de nuestras
humildes existencias.
Al menos, que
Sánchez no espere a Penélope Cruz con un agudo “¡Pedroooooo!”
para premiar su último sagaz giro de guión.
No somos sus
títeres, ni él un buen titiritero.
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