Con la pospandemia, hoy que las mascarillas dejan de ser
obligatorias en la mayoría de los espacios cerrados en España, estamos
olvidando, sin embargo, algunos principios básicos de salud pública que habíamos
aprendido en los últimos años. O eso parecía. Que la prevención era (y es) la
mejor herramienta para estar sanos.
El último día de colegio (casi un trámite) antes
de las vacaciones navideñas de 1995 pedí clemencia a mi madre ante mi
involuntario malestar.
No la conseguí.
Faltar un día a clase estaba muy mal visto para
la generación de mis padres. A los niños nos tocaba ir al ‘cole’. Era nuestra
obligación, nuestro trabajo.
Pero no mentía. Me sentía fatal y en clase no
mejoré precisamente. Aguanté apenas dos horas, hasta el primer ‘recreo’, con la
cabeza agachada contra el pupitre. Adelanté mis vacaciones y me marché para casa.
De camino, recuerdo, según paseaba por la calle, los típicos cánticos que
salían de las televisiones de los bares del Sorteo de Navidad: “125.000 pesetas…”.
Sí, eran pesetas todavía.
Pero yo estaba para pocas fiestas y folclore.
Tenía bastante fiebre. Una gripe, probablemente la única verdadera gripe que he
pasado en mi vida. Una experiencia desagradable. ¡Qué quieren que les diga, no
me gusta estar malo! ¿A quién sí?
No era un resfriado. No era un constipado. No
era un catarro. Tampoco la covid, claro. Porque evidentemente virus
respiratorios hay unos cuantos, aunque algunos los hayan descubierto en los dos
últimos años. Tenía una gripe y me esperaban cuatro inyecciones de reconstituyente navideño
para curarme.
Antes, aquel último día de clase compartí
gérmenes con mis incautos y sanos, aparentemente, adolescentes compañeros, prestos
y dispuestos para la posterior fiesta de despedida de año. Aunque no sé si
alguno, días después, agradeció mi generosidad visitando a su respectivo médico
para algo más que felicitarle las fiestas. Lo siento, chavales, no era mi
intención. Bastante tenía con no ‘esmorrarme’ contra el pupitre.
Eran otros tiempos.
Hoy (se supone) un niño no debe ir a clase si
está enfermo, por su bienestar y también para evitar ‘pegarle’ algo a los
compañeros. Otra cosa son los problemas de conciliación de la vida familiar y
laboral de los padres. Pero ese es otro asunto. Tampoco un adulto debe acudir
al trabajo si está malo (se supone, también). Otra cosa son las necesidades
económicas de los empleados (por cuenta ajena o por cuenta propia) y el comportamiento de determinadas empresas. Pero ese también es otro debate.
Quedarse en casa cuando se estaba malo parecía,
si cabe, más lógico aún con la pandemia de la covid-19, con los aislamientos de
los positivos, con síntomas y sin síntomas. Porque nadie tenía que tragarse los
virus de nadie e infectarse. Funcionaba (y funciona) con la covid-19. Y con el
resto de virus respiratorios, que provocan infinidad de consultas médicas todos
los años, en especial en invierno.
Porque ‘más vale prevenir que curar’, que
decían nuestros abuelos y aquel bonachón médico (periodista de profesión) de la
televisión en las tardes de los viernes en la década de los ochenta, Ramón
Sánchez-Ocaña.
Con la pospandemia, hoy que las mascarillas
dejan de ser obligatorias en la mayoría de los espacios cerrados en España,
estamos olvidando, sin embargo, algunos principios básicos de salud pública que
habíamos aprendido en los últimos años.
O eso parecía.
Que la prevención era (y es) la mejor
herramienta para estar sanos.
Ya saben, no fumar, no consumir drogas, no beber
(con menos campañas de sensibilización social de las necesarias), hacer
ejercicio, no excederse con la sal, el azúcar, la carne… En definitiva, tener
hábitos saludables para estar sanos porque el objetivo, en la medida de lo
posible, es no enfermar. ¿Aburrido? No, inteligente. Para divertirse primero hay que estar sanos.
Y porque con la covid-19 habíamos aprendido
que también existen medidas de prevención con los virus respiratorios: las
mascarillas, la ventilación, la limpieza de manos, los aislamientos… Un ‘abc’
que sonaba lógico hasta hace muy poco. Un ‘abc’ que incluso sonaba lógico que,
en cierto modo, se incorporara a nuestras vidas.
Con la pospandemia, sin embargo, se está
imponiendo el relato de borrar la experiencia (la negativa y la positiva) de los
dos últimos años y se ha empezado a normalizar algo que no es normal, al menos
hasta edades avanzadas: estar enfermo. Total, como estamos vacunados, ¡qué más
da infectarse! De la cultura de la prevención estamos pasando a la cultura de la enfermedad.
Es como si, tras la pandemia del SIDA, la
gente hubiera recuperado ciertos malos hábitos sexuales. Humm, ahora que lo pienso,
ya está pasando, con el consiguiente aumento de enfermedades de transmisión
sexual.
De repente, en cuestión de unos meses, para
volver a la dichosa normalidad previa a la covid-19 (como si fuera una
normalidad inmutable) y enterrar al coronavirus (por enésima vez), estamos
olvidando lo que habíamos aprendido durante la pandemia y, aún más grave, antes
de la pandemia: la cultura de la prevención.
No se trata de ponerse o quitarse las
mascarillas. Yo voy sin ella al aire libre, pero la mantengo, de momento, en espacios
cerrados por motivos familiares y porque el índice de circulación del virus
sigue siendo relativamente alto. No se trata de quedarse o no en casa cuando se
está enfermo. Al menos, no se trata solo de eso.
Se trata de no olvidarse que la mejor receta
para estar sanos es la prevención. Y con la covid-19, aparte de las vacunas,
también.
Que si es el último día de clase, o cualquier
otro, y un niño está enfermo se quede en casa por él y por todos. Porque la salud pública es cosa de todos. Y porque con una cultura de
la prevención se mejoraría también la salud individual y colectiva.
Que nadie está obligado ya a ponerse la mascarilla, pero que nadie tampoco está obligado a quitársela. Y que ambas posturas deben conjugarse por esta pandemia, por lo que ya teníamos antes o por lo que pueda venir.
Porque se supone, se supone, que los niños y
los padres hemos aprendido desde aquella gripe que me fastidió las navidades de
1995.
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