miércoles, 20 de abril de 2022

Covid-19: Ahora que parece que prevenir no es curar

Con la pospandemia, hoy que las mascarillas dejan de ser obligatorias en la mayoría de los espacios cerrados en España, estamos olvidando, sin embargo, algunos principios básicos de salud pública que habíamos aprendido en los últimos años. O eso parecía. Que la prevención era (y es) la mejor herramienta para estar sanos.

Sánchez-Ocaña, en el mítico 'Más Vale Prevenir'.

“Estoy malo. No voy a clase”.

El último día de colegio (casi un trámite) antes de las vacaciones navideñas de 1995 pedí clemencia a mi madre ante mi involuntario malestar.

No la conseguí.

Faltar un día a clase estaba muy mal visto para la generación de mis padres. A los niños nos tocaba ir al ‘cole’. Era nuestra obligación, nuestro trabajo.

Pero no mentía. Me sentía fatal y en clase no mejoré precisamente. Aguanté apenas dos horas, hasta el primer ‘recreo’, con la cabeza agachada contra el pupitre. Adelanté mis vacaciones y me marché para casa. De camino, recuerdo, según paseaba por la calle, los típicos cánticos que salían de las televisiones de los bares del Sorteo de Navidad: “125.000 pesetas…”. Sí, eran pesetas todavía.

Pero yo estaba para pocas fiestas y folclore. Tenía bastante fiebre. Una gripe, probablemente la única verdadera gripe que he pasado en mi vida. Una experiencia desagradable. ¡Qué quieren que les diga, no me gusta estar malo! ¿A quién sí?

No era un resfriado. No era un constipado. No era un catarro. Tampoco la covid, claro. Porque evidentemente virus respiratorios hay unos cuantos, aunque algunos los hayan descubierto en los dos últimos años. Tenía una gripe y me esperaban cuatro inyecciones de reconstituyente navideño para curarme.

Antes, aquel último día de clase compartí gérmenes con mis incautos y sanos, aparentemente, adolescentes compañeros, prestos y dispuestos para la posterior fiesta de despedida de año. Aunque no sé si alguno, días después, agradeció mi generosidad visitando a su respectivo médico para algo más que felicitarle las fiestas. Lo siento, chavales, no era mi intención. Bastante tenía con no ‘esmorrarme’ contra el pupitre.

Eran otros tiempos.

Hoy (se supone) un niño no debe ir a clase si está enfermo, por su bienestar y también para evitar ‘pegarle’ algo a los compañeros. Otra cosa son los problemas de conciliación de la vida familiar y laboral de los padres. Pero ese es otro asunto. Tampoco un adulto debe acudir al trabajo si está malo (se supone, también). Otra cosa son las necesidades económicas de los empleados (por cuenta ajena o por cuenta propia) y el comportamiento de determinadas empresas. Pero ese también es otro debate.

Quedarse en casa cuando se estaba malo parecía, si cabe, más lógico aún con la pandemia de la covid-19, con los aislamientos de los positivos, con síntomas y sin síntomas. Porque nadie tenía que tragarse los virus de nadie e infectarse. Funcionaba (y funciona) con la covid-19. Y con el resto de virus respiratorios, que provocan infinidad de consultas médicas todos los años, en especial en invierno.

Porque ‘más vale prevenir que curar’, que decían nuestros abuelos y aquel bonachón médico (periodista de profesión) de la televisión en las tardes de los viernes en la década de los ochenta, Ramón Sánchez-Ocaña.

Con la pospandemia, hoy que las mascarillas dejan de ser obligatorias en la mayoría de los espacios cerrados en España, estamos olvidando, sin embargo, algunos principios básicos de salud pública que habíamos aprendido en los últimos años.

O eso parecía.

Que la prevención era (y es) la mejor herramienta para estar sanos. 

Ya saben, no fumar, no consumir drogas, no beber (con menos campañas de sensibilización social de las necesarias), hacer ejercicio, no excederse con la sal, el azúcar, la carne… En definitiva, tener hábitos saludables para estar sanos porque el objetivo, en la medida de lo posible, es no enfermar. ¿Aburrido? No, inteligente. Para divertirse primero hay que estar sanos.

Y porque con la covid-19 habíamos aprendido que también existen medidas de prevención con los virus respiratorios: las mascarillas, la ventilación, la limpieza de manos, los aislamientos… Un ‘abc’ que sonaba lógico hasta hace muy poco. Un ‘abc’ que incluso sonaba lógico que, en cierto modo, se incorporara a nuestras vidas.

Con la pospandemia, sin embargo, se está imponiendo el relato de borrar la experiencia (la negativa y la positiva) de los dos últimos años y se ha empezado a normalizar algo que no es normal, al menos hasta edades avanzadas: estar enfermo. Total, como estamos vacunados, ¡qué más da infectarse! De la cultura de la prevención estamos pasando a la cultura de la enfermedad.

Es como si, tras la pandemia del SIDA, la gente hubiera recuperado ciertos malos hábitos sexuales. Humm, ahora que lo pienso, ya está pasando, con el consiguiente aumento de enfermedades de transmisión sexual.

De repente, en cuestión de unos meses, para volver a la dichosa normalidad previa a la covid-19 (como si fuera una normalidad inmutable) y enterrar al coronavirus (por enésima vez), estamos olvidando lo que habíamos aprendido durante la pandemia y, aún más grave, antes de la pandemia: la cultura de la prevención.

No se trata de ponerse o quitarse las mascarillas. Yo voy sin ella al aire libre, pero la mantengo, de momento, en espacios cerrados por motivos familiares y porque el índice de circulación del virus sigue siendo relativamente alto. No se trata de quedarse o no en casa cuando se está enfermo. Al menos, no se trata solo de eso.

Se trata de no olvidarse que la mejor receta para estar sanos es la prevención. Y con la covid-19, aparte de las vacunas, también.

Que si es el último día de clase, o cualquier otro, y un niño está enfermo se quede en casa por él y por todos. Porque la salud pública es cosa de todos. Y porque con una cultura de la prevención se mejoraría también la salud individual y colectiva.

Que nadie está obligado ya a ponerse la mascarilla, pero que nadie tampoco está obligado a quitársela. Y que ambas posturas deben conjugarse por esta pandemia, por lo que ya teníamos antes o por lo que pueda venir.

Porque se supone, se supone, que los niños y los padres hemos aprendido desde aquella gripe que me fastidió las navidades de 1995.

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