Referéndum
(o no) en Cataluña. Colegios electorales y urnas (o no). Votos (o no).
Disturbios y manifestaciones en las calles (o no). Independencia (o no). El 1
de octubre no será un punto final. Más bien, será un punto de inflexión en un
conflicto político que demanda, desde hace mucho tiempo, una solución
democrática. Una solución para España y una solución para Cataluña. Una
solución pactada. Dialoguen antes de que el tiempo se acabe.
“Quisiera ser tan
alto como la luna, ¡eh!, ¡eh!, como la luna, como la luna. Para poner los
cuernos a Cataluña, ¡eh!, ¡eh!, a Cataluña, a Cataluña”.
Eso se cantaba en
el patio de mi colegio haca más de veinte años, incluso casi treinta. Un
cántico, con raíz futbolística (la desmesurada rivalidad entre el Real Madrid y
el FC Barcelona), pero con un trasfondo mayor: los recelos de una parte de
España hacia Cataluña.
De niño, insisto,
de niño, participé alguna vez en esos cánticos. Ya se sabe, la inmadurez, la ingenuidad, el desconocimiento, la presión del grupo...
Nací en la
Transición, ya con la Constitución aprobada, en una España que siempre ha
tenido grandes tensiones territoriales. Siempre. Principalmente en Euskadi,
con la aparición incluso del terrorismo, y Cataluña, pero también, aunque en
menor medida, en casi todos los rincones del país. Algo se habrá hecho mal en
España para que haya tanta gente incómoda, para que haya tantos y tan diversos
nacionalistas.
El terrorismo de
ETA ocultó durante mucho tiempo al independentismo catalán. Era una realidad en
la sombra, pero una realidad.
Vuelvo al deporte,
que ya se sabe su estrecha vinculación con la política. Es un altavoz muy
tentador. Recuerdo pancartas recurrentes en el Camp Nou, muchas en inglés,
apelando a la independencia: ‘Catalonia is not Spain’. Recuerdo un furor
atronador en el Palau Blaugrana en unas finales de la ACB entre el Real Madrid
y el FC Barcelona. Eran los años
noventa. Los años en los que el nacionalismo catalán de Pujol valió a Felipe
González y José María Aznar para gobernar en La Moncloa.
Pero las cánticos,
fuera en los patios de buena parte de España o los recintos deportivos de
Cataluña, ya existían hace mucho tiempo. Y los recelos, en La Moncloa y la
Generalitat, también.
El conflicto
catalán es un problema que me ha interesado y saturado, casi a la vez. Es importante,
muy importante, pero es frustrante, muy frustrante. No se ha avanzado nada. Más
bien, al contrario.
España y Cataluña
han sido las dos orillas de un puente que se ha ido desmontando pieza a piezas
hasta llegar al 1 de octubre de 2017.
Ahora, para llegar
a un entendimiento, para llegar a la otra orilla, es preciso un notable
esfuerzo, un esfuerzo, probablemente, baldío que nos llevará al agua. Pero hay que intentarlo antes de que sea definitivamente imposible.
El 1 de octubre de
2017 es la consecuencia lógica del progresivo distanciamiento entre España y
Cataluña. Un distanciamiento político y social. Un distanciamiento que ha
eliminado, casi por completo, cualquier tipo de entendimiento.
Y, sin embargo,
será más necesario que nunca tras el 1 de octubre. Pase lo que pase.
Referéndum (o no)
en Cataluña. Colegios electorales y urnas (o no). Votos (o no). Disturbios y
manifestaciones en las calles (o no). Independencia (o no). El 1 de octubre no
será un punto final. Más bien, será un punto de inflexión en un conflicto
político que demanda, desde hace mucho tiempo, una solución democrática. Una
solución para España y una solución para Cataluña. Una solución pactada.
Dialoguen antes de que el tiempo se acabe.
Antes de que en los
colegios se canten (y se hagan) cosas peores que en mi niñez. Antes de que la luna se
haya quedado corta y los extremos, de uno y otro lado, quieran llegar más lejos. Antes de eliminar las últimas piedras de un puente de entendimiento al borde de la
desaparición.
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